Al hablar de crisis económica es inevitable hacer alusión al estado emocional de la persona. Tanto es así que en su terminología el concepto avanzado de recesión económica se relaciona con conceptos del estado de ánimo. Los dos ejemplos claros y que más han impactado a nivel mundial son la denominada Long Depresion del 1873, también conocida como la ola de pánico económica, y la Gran Depresión consecuencia del crack del 29.

En la actualidad y desde sus inicios en 2008 se está viviendo una crisis financiera mundial denominada por muchos especialistas como la “crisis de los países desarrollados”, donde hay una afectación de los estados más ricos del planeta. Especialmente en nuestro país este suceso está teniendo un gran impacto y millones de familias se están viendo afectadas. Cuando se habla de las consecuencias de la crisis generalmente se establecen tres grandes bloques: consecuencias económicas -aumento del desempleo junto a la disminución de la actividad económica-, consecuencias políticas -severos recortes en el gasto público- y consecuencias sociales -gravedad de la tasa de desempleo, índice de desahucios, etc.-. Todas ellas ocasionan elevados niveles de pobreza y, sin lugar a dudas, graves efectos a nivel psicológico en las personas quienes la padecen y en su entorno. Por lo que paulatinamente se va observando la relación causal que se da entre crisis económica y salud mental.

Los efectos de la recesión económica afectan principalmente a la salud, el desempleo y la pobreza, y provocan tanto distorsiones del entorno familiar como una mayor probabilidad de padecer problemas de salud mental, siendo los más comunes la ansiedad, la depresión y el abuso de sustancias. Observándose que a más endeudamiento mayor riesgo de sufrir un trastorno mental. En la misma línea, estudios demuestran que la prevalencia de los problemas de salud mental aumenta entre las personas desempleadas y entre los que se encuentran de baja laboral (Haro, et al., 2006). Además el desempleo se relaciona con un aumento de la mortalidad general y con el índice de suicidios, estimándose que cada 1% de tasa de desempleo se asocia con un 0,79 % de suicidios en menores de 65 años (Stuckler, King, & Mckee, 2009).

De hecho, cada vez con más frecuencia se detectan problemas de salud mental en los centros de atención primaria (AP). Para hacernos una idea en un metanálisis realizado con datos de más de 10 países se observó que el 19,5% de los pacientes de AP presentaban depresión (Mitchell, Vaze y Rao, 2009). Concretamente en España la demanda de asistencia es cuatro veces mayor que en otros países europeos (Cano-Vindel, 2011) y uno de los países de la OCDE (Organización de Consumo y Desarrollo Europeo) con mayor consumo de psicofármacos (Casajuana y Romea, 2009). Los estudios realizados con población adulta en nuestro país indican que la prevalencia de la depresión se encuentra en un rango entre el 9.6% y el 20.2% (citado en Cano- Vindel, Martín-Salguero, Mae-Wood, Dongil, y Latorre, 2012), siendo la depresión mayor el trastorno específico más prevalente tanto en España como en Europa. Además la depresión presenta una elevada comorbilidad con otros trastornos mentales como la ansiedad o el consumo de alcohol y se relaciona con la ideación y el intento de suicidio en un porcentaje de riesgo del 28% (Bernal et al., 2007). Otro dato alarmante es que la Organización Mundial de la Salud estima que la depresión será una de las principales causas de discapacidad en todo el mundo en el año de 2030 sospechándose incluso que se convierta en la segunda causa de discapacidad, por lo que la probabilidad de sufrir un trastorno depresivo es y será mucho mayor que otros trastornos mentales (Murray y López, 1996).

Pero además de un profundo sufrimiento la depresión supone una carga económica no solo sobre la persona afectada sino también sobre las familias, los sistemas sanitarios, las comunidades y los gobiernos en general. Estos costes se traducen en considerables gastos sanitarios como visitas en atención primaria, atención especializada, hospitalización, tratamiento farmacológico, etc. y laborales como la disminución del rendimiento y productividad laboral, bajas por enfermedad, jubilación anticipada, mortalidad, etc. Estimando que el coste de la depresión en España asciende a 5.005 millones de euros anuales, y un promedio de 3.042,45 euros al año por paciente con depresión, lo que duplica el gasto sanitario medio por habitante (Cano-Vindel et al., 2012).

De ahí la importancia de desarrollar tratamientos eficaces y eficientes para hallar remedio a este problema psicosocial. Desde la psicología se han construido una gran variedad de modelos teóricos que intentan explicar con cierta solidez la etiología, mantenimiento y recaídas de la depresión en vistas a una mayor eficacia en su tratamiento. Entre ellos, los modelos cognitivos son los más conocidos por los profesionales, siendo los llamados modelos de diátesis-estrés que postulan que la persona con más predisposición o vulnerabilidad interactúa con sucesos ambientales estresantes desencadenando conductas o trastornos psicológicos, los más utilizados. Desde esta perspectiva encontramos un amplio número de investigaciones que al relacionar la depresión con el estrés concluyen que la gravedad y la frecuencia del estresor están relacionadas con el inicio de un episodio depresivo, aunque también coinciden en que el elemento primordial tanto para el inicio como para el mantenimiento de este trastorno es la presencia de un sesgo cognitivo (Vázquez, Hervás, Hernangómez, & Romero, 2009).  

Entre los más reconocidos cabe destacar el modelo cognitivo de Beck (1967), según el cual, la adquisición parcial o sesgada en el procesamiento de la información tienen un papel principal en el desarrollo y mantenimiento de la depresión. De acuerdo con éste existen diferentes elementos clave que son el eje del desarrollo de la depresión. En primer lugar, la tríada cognitiva, formada por una visión negativa sobre uno mismo, el mundo y el futuro; en segundo lugar, los pensamientos automáticos negativos que desencadenan la activación emocional característica de la persona con depresión; en tercer lugar, las distorsiones sistemáticas en el procesamiento de la información que nos llega desde nuestro medio; y en cuarto lugar, la disfunción en los esquemas cognitivos, que son formas de percibir la realidad que incluyen creencias y emociones. Para que se produzcan disfunciones en estas estructuras se debe activar otro factor de vulnerabilidad que son las creencias o actitudes disfuncionales.

Por su parte, Seligman (1975) plantea la teoría de la indefensión aprendida donde la persona expuesta a situaciones de aversión se encontraría indefensa, lo que provocaría una respuesta de ansiedad causada por la incapacidad de control y posteriormente depresión causada por los resultados negativos de dicha situación. En su reformulación, Abramson, Seligman y Teasdale (1978) introducen un nuevo componente cognitivo: las atribuciones que el sujeto hace sobre su indefensión. Las atribuciones pueden variar según las dimensiones. La primera dimensión interno-externo hace referencia a si la persona focaliza la responsabilidad en sí misma (interno) o en los demás (externo). Con la segunda dimensión estable-inestable se hace referencia a las causas que pueden permanecer de manera estable en el tiempo o pueden ser variables. Por último, la tercera dimensión, global-específico hace referencia a la generabilidad de la indefensión, o la incontrolabilidad de un hecho determinado. De manera que las personas más propensas a sufrir depresión son aquellas que cuando experimentan situaciones que no pueden controlar activan respuestas emocionales negativas y atribuyen su indefensión a causas internas, globales y estables. En esta misma línea algunos estudios demuestran que el estilo atribucional de las personas indefensas se relaciona con los síntomas depresivos, siendo el proceso emocional un aspecto fundamental en la depresión (Camuñas, 2005).

Más adelante surgen nuevas teorías cognitivas sobre la etiología de la depresión que aún centrándose en los diferentes modos de procesamiento y estilos de respuesta, también tienen en cuenta algunos aspectos emocionales. Entre ellos se encuentran el estilo de respuesta rumiativo, y la supresión de pensamientos. Nolen-Hoeksema (1991) asoció el estilo rumiativo a la sintomatología depresiva y lo definió como un estilo de pensamiento o tendencia a focalizar en las propias emociones negativas, colocando su atención en los síntomas y comprendiendo las causas y consecuencias de las mismas. La intensidad y frecuencia de los pensamientos negativos se relacionan con la duración del estado de ánimo depresivo, así como con el incremento de las conductas que intensifican los síntomas de la depresión. El estilo rumiativo también se ha asociado con algunos rasgos de personalidad, como el neuroticismo, que podría llegar a ser un factor de vulnerabilidad para la depresión.

Otras investigaciones sobre el funcionamiento cognitivo se centran en los intentos que puede hacer la persona para suprimir los pensamientos. Algunos estudios han demostrado que el hecho de que la persona intente de forma voluntaria o forzada eliminar los pensamientos negativos puede desarrollar una respuesta contraria sobre todo en situaciones donde hay una alta demanda cognitiva. Además, cuando la persona es más vulnerable a sufrir depresión, el efecto del estrés puede conducir a focalizar más la atención en los pensamientos negativos para sentirse mejor, sin embargo, este hecho puede generar más preocupación. Asimismo, se ha encontrado un vínculo entre la tendencia a suprimir pensamientos y el estilo rumiativo. En un estudio longitudinal se observó que, después de diez semanas, los participantes con una mayor tendencia a suprimir pensamientos, y que además sufrían un alto nivel de estrés, experimentaban una reacción rumiativa mayor y más sintomatología depresiva (Wenzlaff y Luxton, 2003).

Si bien, las diferentes teorías cognitivas han aportado respuestas al estudio de la depresión, también se han encontrado algunas limitaciones, lo que ha despertado un gran interés entre el público científico en este último período, y por ende, cambios trascendentales en los nuevos descubrimientos. Por ejemplo, algunos estudios evidencian la importancia de las emociones en el desarrollo de la depresión. Un trabajo desarrollado por Hervás, Hernangómez y Vázquez (2004) indicó que el neuroticismo no sólo generaba más vulnerabilidad a experimentar emociones negativas sino también a desarrollar estados emocionales complejos. Otras investigaciones también han mostrado que ciertas dificultades en el procesamiento emocional están relacionadas con una mayor tendencia a rumiar (Fernández-Berrocal, Ramos, & Extremera, 2001), confirmando el papel fundamental que juegan las emociones en los procesos que subyacen a la depresión.  

Manejar las emociones de forma inteligente se considera fundamental para la propia adaptación física y psicológica. Por lo que desde sus inicios el concepto de Inteligencia Emocional (IE) descrito por Mayer y Salovey (1990) ha ido tomando relevancia en distintos ámbitos de la psicología. Y aunque son muchas las definiciones que se han desarrollado en los últimos años en torno a la IE, parece que la propuesta por Mayer y Salovey (1997) en la que la IE se entiende como un conjunto de habilidades jerárquicamente estructuradas en cuatro niveles que permiten percibir con precisión, valorar y expresar emociones (nivel 1); acceder y/o generar sentimientos cuando facilitan el pensamiento (nivel 2); comprender y conocer las emociones (nivel 3); y regular las emociones para fomentar el crecimiento emocional e intelectual (nivel 4) es la más aceptada e investigada por el colectivo científico.

La experiencia y la expresión emocional particular de la persona dependen de los factores de personalidad y de las experiencias previas, que influyen en la forma en que son procesadas por quién la experimenta. Por lo que la experiencia emocional puede ser vivida de dos formas distintas: la experiencia directa y la reflexión acerca de la experiencia. Así pues al hablar de IE podemos hacer referencia a dos dimensiones de la misma, la objetiva o ejecutiva y la subjetiva o percibida. La primera, la IE objetiva, incluye los cuatro niveles de habilidad a los que se ha hecho referencia anteriormente (percepción, facilitación, comprensión y regulación). En cambio, la IE percibida (IEP) o subjetiva se refiere a la propia percepción de competencia emocional respecto al grado de atención que se presta a las emociones, la claridad con la que se discriminan las distintas emociones y la capacidad para reparar los estados emocionales negativos.


Inteligencia Emocional y síntomas de depresión

El nivel de Inteligencia Emocional ha demostrado ser un indicador útil para valorar el bienestar emocional y el ajuste psicológico de las personas. Así lo indican las investigaciones empíricas que evidencian que contar con un elevado nivel de inteligencia emocional se asocia con menos síntomas psicológicos, más optimismo (Schutte, et al., 1998) y una mayor satisfacción con la vida (Cirrochi, Chan, y Caputi, 2000), lo que garantiza un nivel aceptable de salud psíquica (Fernández-Berrocal, Ramos, & Extremera, 2001).  

Varias investigaciones han estudiado la relación entre los síntomas de depresión y la Inteligencia Emocional en población general. En sus inicios algunos estudios apuntaban que la influencia de la IE sobre la depresión podría ser indirecta. Sin embargo, investigaciones posteriores han mostrado que, junto a otros factores de riesgo, un bajo nivel de IE constituye un factor significativo en el desarrollo de la sintomatología depresiva. La atención que prestamos a nuestras emociones y la complejidad emocional influyen directamente en las puntuaciones que se obtienen en depresión (Hervás y Vázquez, 2006). Las personas que prestan excesiva atención a sus emociones son más propensas a experimentar síntomas de depresión y ansiedad, y a presentar más síntomas físicos. En cuanto a los síntomas de depresión también se observa que bajos niveles de IE se asocian a ciertos desajustes emocionales que a menudo se relacionan con la ideación suicida (Salovey et al, 2002). De forma que los síntomas de depresión y un exceso de atención a los propios estados emocionales se manifiestan como predictores significativos de la ideación suicida, lo que no sucede con otros síntomas como los de ansiedad. En esta línea, estudios en adolescentes demuestran que una elevada autoestima, apoyo social positivo y adaptación emocional son factores que pueden reducir el riesgo de padecer síntomas de depresión y comportamientos suicidas entre los adolescentes en situación de riesgo (Sharaf et al, 2009).

Además hay que tener en cuenta que las personas que distinguen con claridad sus diferentes estados emocionales se perciben más capaces de comprender qué emociones están experimentando, reduciendo así la intensidad de la experiencia emocional y facilitando su regulación. Observándose que las personas con poca claridad emocional presentan un estado de ánimo negativo mayor y más pensamientos rumiativos tras una experiencia estresante, lo que dificulta el proceso de reparación emocional.
A este respecto, Fernández-Berrocal, Ramos y Orozco (1999) comprobaron que las mujeres que se perciben con mayor capacidad para reparar sus emociones, presentan menos sintomatología depresiva durante la gestación. De hecho, se ha podido discriminar entre subtipos de depresión en función de la capacidad de reparación emocional observándose que está más relacionada con la depresión por desesperanza que con la depresión endógena (Fernández-Berrocal, Extremera y Ramos, 2004). Por otro lado, algunos estudios muestran como la Inteligencia Emocional influye y regula la supresión de pensamientos en situaciones de estrés. Según estos investigadores, la relación negativa que se establece entre claridad y reparación emocional con la depresión, ansiedad y supresión de pensamientos indica que la creencia de poder prolongar los propios estados emocionales positivos e interrumpir los negativos asegura un nivel aceptable de salud mental, entendiéndola como la ausencia de síntomas de ansiedad y depresión. Parece que una baja claridad emocional y una baja reparación emocional están asociadas con una mayor tendencia a rumiar y, en consecuencia a una peor salud mental (Fernández-Berrocal, Ramos, & Extremera, 2001).
  
Por lo tanto, en los estudios donde se analiza el papel de la IEP como factor protector ante síntomas de depresión se encuentra una asociación negativa de la claridad y la reparación emocional con el nivel de depresión, y positiva con el nivel de atención a las emociones. Las investigaciones realizadas con la IE objetiva confirman que escasas habilidades de IE se relacionan con sintomatología depresiva en muestras no clínicas, indicando que podrían ser un factor de vulnerabilidad a la depresión. Sin embargo, la presencia de síntomas depresivos parece estar más relacionada con la percepción subjetiva de competencia emocional (IEP) que con el nivel objetivo de IE, es decir, con las habilidades con las que realmente cuenta la persona (Lizeretti, 2012).


Inteligencia Emocional y depresión mayor.

Más concretamente en el ámbito de las psicopatología, los resultados de las investigaciones indican que hay diferencias significativas en los niveles de IE en pacientes con diferentes psicopatologías y los controles no clínicos, siendo los pacientes clínicos quiénes presentan menos IE y IEP que la población general. De manera que pacientes con diferentes trastornos mentales se pueden diferenciar de personas sin psicopatología por sus niveles de IE, del mismo modo que puede diferenciarse entre pacientes con distintos diagnósticos psicopatológicos en función de los déficits que presentan en las habilidades emocionales (Hertel et al.,  2009; Lizeretti, Extremera y Rodríguez, 2012).

Como se ha comentado anteriormente podemos evaluar la IE desde dos perspectivas distintas, la IE objetiva y la IE subjetiva. Asimismo podemos encontrar estas dos líneas entre las diferentes investigaciones sobre la depresión en población clínica.  A nivel objetivo, los pacientes con trastorno por depresión tienen dificultades para tomar decisiones ya que presentan un sesgo atencional negativo que puede explicarse por las deficiencias que tienen en las habilidades de facilitación y comprensión de las emociones (Hertel et al., 2009). Otras investigaciones en el ámbito clínico indican que las dificultades en la gestión y el control emocional que tienen estos pacientes pueden influir de forma significativa en la gravedad del trastorno (Downey et al., 2008).
A nivel subjetivo, los estudios indican que los pacientes con depresión atienden adecuadamente a los estímulos emocionales, sin embargo presentan dificultades para identificar con claridad y reparar sus experiencias emocionales negativas (Lizeretti et al., 2012). La dificultad para diferenciar con claridad entre distintos estados emocionales podría ser debida a los sesgos negativos en el reconocimiento de las emociones que presentan los pacientes con depresión. En cambio el estado deprimido constante podría explicarse por la incapacidad para gestionar de forma adecuada las emociones negativas, sobre todo por sus dificultades para poner en marcha estrategias de reparación emocional.

La reparación emocional representa una habilidad de la regulación emocional que implica la capacidad de cambiar experiencias emocionales negativas por otras más positivas. Se ha demostrado que utilizar la alegría como estrategia de reparación emocional amplía el campo visual, permite reducir el impacto y duración de una emoción desagradable en la mente, contrarrestar los efectos negativos de otras emociones, codificar y recuperar mejor recuerdos positivos y produce una recuperación cardiovascular más rápida que una experiencia neutral (Frederickson, 2001). Sin embargo, aunque existen formas distintas para regular los estados emocionales de forma creativa orientados al crecimiento personal, también existen formas equívocas como son la supresión, represión, exacerbación o evitación emocional en las que no se da una auténtica regulación. Este hecho tiene un papel trascendental en el desarrollo y mantenimiento de la depresión así como en otros trastornos psicopatológicos. Más cuando se ha demostrado que la habilidad para reparar los estados emocionales se relaciona significativamente con la capacidad de recurrir a pensamientos positivos y presentar menos niveles de estrés tras experimentar situaciones emocionales desagradables (Salovey et al., 1995).

Tal y como se ha ido demostrando en las distintas investigaciones las dificultades que presentan las personas en las habilidades emocionales que constituyen la IE están relacionadas con distintas formas de malestar físico y emocional. Por este motivo, queremos destacar que desde el modelo de Inteligencia Emocional se puede contribuir a explicar los procesos emocionales que se dan en la depresión así como en otros trastornos psicopatológicos a fin de comprender mejor su etiología y poder intervenir de una forma más eficaz. Por lo que el abordaje psicoterapéutico de estas habilidades emocionales puede ser el foco en el tratamiento de los trastornos mentales. A pesar de que todavía no son muy abundantes las investigaciones que estudian el concepto de Inteligencia Emocional en el ámbito de la psicopatología clínica, los datos obtenidos hasta el momento indican que nos hallamos ante un nuevo paradigma desde el que formular modelos explicativos para los distintos trastornos psicopatológicos. Las habilidades de procesamiento emocional o IE pueden ofrecer un marco desde el que comprender mejor la etiología del trastorno depresivo pero también para el diseño y aplicación de programas de intervención psicológica eficaces basados en el desarrollo de estas habilidades. En este sentido, en Terapia basada en Inteligencia Emocional. Manual de tratamiento (Lizeretti, 2012) se ofrecen herramientas para entender y gestionar eficazmente los procesos emocionales que se dan en la depresión así como en otros trastornos psicopatológicos desde el modelo de Inteligencia Emocional.

En resumen, es fundamental consolidar el concepto de la IE así como construir programas de intervención terapéutica eficaces y eficientes para contribuir al bienestar y ajuste psicológico de las personas con depresión y otros trastornos mentales. Un espacio donde podrá profundizarse en los estudios que se están desarrollando en torno a este tema es el II Congreso Nacional de Inteligencia Emocional que tendrá lugar en Barcelona los días 22, 23 y 24 de Octubre del presente año. Para más información puede consultarse la web del congreso.

Nathalie P. Lizeretti Núria Garcia
Grupo de Trabajo en Inteligencia Emocional del COPC


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