Cataluña - España: una crisis matrimonial de naturaleza evolutiva

Las experiencias que estos días estamos viviendo siguen patrones muy similares a los que suceden durante una ruptura traumática de pareja. Las mismas incomunicaciones, perversiones y rutinas acomodaticias que pueblan nuestras relaciones de pareja y las llevan a su decadencia. Estamos, en resumidas cuentas, en un proceso de separación entre el que quiere “que todo siga como antes” y el que aspira a una “vida mejor”. Una lectura comparativa puede ayudarnos a aprovechar esta situación sociopolítica para avanzar hacia una autonomía colectiva y personal más sólida.

 

Unión y crisis

Cataluña y España pueden ser contemplados como pueblos que un día fueron unidos en forzado matrimonio; para facilitar el relato al primero he convenido en llamarlo Montse, al segundo Juan. Tras su boda, Montse y Juan se fueron acomodando llevados por ciertas estabilidades: La ventaja que supone compartir gastos, la complicidad que se va dando cuando se establecen los mismos gustos, las mismas rutinas y vicios, la euforia en los días de victoria deportiva…

Una relación llena de silencios ante las cosas importantes, sin haber llegado nunca, y aunque parezca mentira, a tener una conversación íntima y sincera sobre lo que les acerca y lo que les separa. Desperdiciando los años con excitaciones mutuas en miles de discusiones cargadas de reproches, resentimientos, cinismo o demandas que no fueron atendidas como cada uno quería.

Juan ha ido matando la relación poco a poco con ninguneos y calladas por respuesta, y se niega a asumir cualquier responsabilidad por lo hecho y por lo no hecho. Está acostumbrado a ser el que tiene la última palabra y la situación lo ha descolocado por completo. Siente perder el control. El miedo al abandono late dentro de él pero se niega a sentirlo porque lo haría tambalear y desvelaría una inseguridad que de ningún modo se atreve a reconocer; que en realidad lo que más teme no es perder a Montse sino que su ausencia le desvele que no es capaz de valerse por sí mismo. Para esconder ese terror ha optado por exacerbar su agresividad, que ahora ha dejado de ser pasiva y procrastinante para ser abiertamente dominante e impositiva. Intenta intimidar con bravuconadas y humillaciones fuera de toda medida, difamaciones, amenazas, imposiciones, castigos, suplantaciones. Ha desechado el diálogo y se ha implantado en la dialéctica del poder despersonalizándola "¿Por qué habría de dialogar con alguien que ha perdido el juicio?" Apropiándosela: “Ella me pertenece y la separación no es posible”. Intenta minar su confianza incapacitándola: “No eres nadie sin mí”, “Nadie te querrá”, “Sin mi ayuda te morirás de hambre”. Evita por todos los medios que las personas cercanas puedan implicarse e intervenir ante los abusos aislándola: “Este conflicto es sólo cosa nuestra”, “nadie tiene porque meter sus narices en nuestros asuntos”. Como ha confundido la legítima decisión de su pareja con un desafío a su persona no tiene reparo en agredirla con contundencia, y autojustificarse culpabilizándola: “¡Mira lo que me haces hacerte!”, “¡No ves que todo esto lo hago por tu bien!” “No me des motivos para hacerte daño y todo irá bien”.

 

Montse por su parte ha entrado en una escalada de urgencia sin tregua. Siente haber tomado, tras mucho tiempo de dudas y malestar, una decisión digna y firme, pero esa aparente seguridad se esfuma entre ambivalencias y una montaña rusa llamada ciclotimia; se inflama puerilmente cuando da por hecho que su deseada “independencia” equivaldrá per se, a una vida de libertad y felicidad, y cae en depresión cuando sus vaporosos ensueños golpean contra el granito de la realidad y la falta de apoyo de su entorno.

La situación no es deseable para ninguno de los dos. La relación de pareja ha encubierto durante mucho tiempo sus propias inestabilidades y la falta de madurez. Las perversiones y farsas tocan a su fin, y eso es una oportunidad para los dos. El momento para aparcar su interminable enrocamiento dialéctico entre si se separan o no, y hablar pacíficamente de sus miedos y necesidades. Mirarse a los ojos y volverse a reconocer ya no como enemigos monstruosos sino como personas; dolidas y diferentes en sus preferencias e iguales en lo esencial.

Independientemente de nuestro posicionamiento ideológico, somos muchos los que entendemos que la relación socioterritorial tal y como viene siendo no es adecuada. Que hay que tomar decisiones claras y firmes de una vez por todas para transformarla o deshacerla llegado el caso. Y entonces… si lo tenemos tan claro, ¿Por qué siguen martilleándonos tantas inseguridades? ¿Qué nos hace tambalear? ¿Por qué parecemos vivir inmersos en un carrusel de emociones contrapuestas? Los motivos son muchos, y está claro que cada uno endura su propio cóctel de temores y dificultades, pero también es cierto, que ante encrucijadas vitales como la que estamos desgranando hay resistencias universalmente compartidas. Veremos a continuación algunas de ellas.

 

Una comprensión evolutiva de los procesos de autonomía

Existen infinitos motivos de separación, pero cuando se debe al deseo de conquistar un mayor estado de libertad hemos de asumir que esto va a comportar también más renuncias y responsabilidades (en griego clásico, de hecho, la palabra libertad es sinónima de responsabilidad). Se acabó eso de compartir los gastos, las rutinas y aquellos sábados sabadetes. Llegada la separación nos toca empezar de cero sin redes ni garantías. Es en este punto donde quien más y quien menos tendemos a vivir una inseguridad de naturaleza regresiva. Algo semejante al miedo frente a la emancipación familiar, el que sobreviene justo antes de saltar del nido, ese que hemos de afrontar con la inseguridad de la primera vez, mientras el agua va saliendo por las grietas de nuestra personalidad. Fisuras que permiten entrever los precarios equilibrios internos que hemos ido estableciendo a lo largo de nuestro crecimiento, a lo largo de esos períodos madurativos destinados al desarrollo de la autonomía personal: De los brazos de nuestros padres al suelo, del gateo a caminar, de la teta al correteo con los amigos, y de los subsiguientes procesos que van del calorcito y la seguridad cuando somos el centro del universo familiar, al ignoto y siempre rico placer de la socialización cuando nos relacionamos con el resto del mundo.

Muchos de estos procesos evolutivos de naturaleza emitentemente relacional, los hemos vivido sin el adecuado acompañamiento, por lo que hemos tenido que proseguir parcheándolos con compensaciones y autoimágenes que tarde o temprano acaban mostrando su frágil postín. El radicalismo con sordera, el culto recalcitrante de la autoafirmación y la endogamia del “yo me lo guiso y yo me lo como” sirven como muletas, pero ninguna de ellas puede suplir la profunda satisfacción que se da cuando encarnamos las virtudes y los afectos propiamente humanos. En este intento por levantar la cabeza, tendemos a utiliza las estrategias de supervivencia que nos fueron útiles en el pasado, sin percatarnos que esto ya no va de conservar la integridad, que tiene que ver con expandirse, con sentir una fuerza y un poder que se nutre del respeto a la diferencia, y que se afirma en ella. Es por ello que en muchas ocasiones las estrategias empleadas acaban teniendo una apariencia infantil, a menudo obsesiva y hasta desacompasada con la realidad del momento. El que tuvo que revelarse ante la imposición de sus padres, se revela ahora contra el que según su criterio ostenta la autoridad. El que se sometió para evitar males mayores, asume lo que dice la más fuerte de las partes. El que se cargó con la responsabilidades que no le correspondían para zanjar los conflictos cuanto antes, intenta ahora solucionar la crisis de estado desde el escritorio de su casa. Todas ellas y muchas más configuran nuestros particulares y anacrónicos repertorios de abordaje, y tan ensimismados estamos en ellos, y tan buena es nuestra buena voluntad que no nos damos cuenta que una crisis evolutiva como esta, no puede ser bien atendida desde nuestras aisladas y rígidas maneras de funcionar.

Conocemos la autarquía pero no la autonomía real del que es capaz de callar, escuchar, afirmar, rebatir y cooperar por el placer de cooperar. Priorizamos a toda costa el logro de nuestros deseos y desdeñamos la sutil y profunda experiencia que sucede cuando nos comunicamos desde el corazón. Aceptar estas dificultades cuesta, pero vale la pena no luchar contra la evidencia y asumir que mal que nos pese, somos monos en proceso de evolución, con una inteligencia fragmentada y una afectividad a medio hacer.



Los sentimientos como brújula

Estamos intentando transformar una asociación territorial de tres cientos años forjada con la savia de nuestros vínculos, y como sucede en cualquier separación traumática que se rompe o transforma, las emociones son muchas, tantas como las contradicciones, las dudas, las certezas, los anhelos, las fantasías y los temores. A esta ya de por sí complicada situación hay que sumarle otras de carácter traumático. El 1 de octubre muchos fuimos víctimas directas e indirectas de una violencia de estado, encarnada en una furia desbocada por parte de las fuerzas policiales. El resultado, más de un millar de heridos de diferente gravedad por ejercer el derecho a expresarse. Lejos de reconocer sus aberraciones, los gobernantes del Estado y muchos otros las justificaron. Intimidaciones, amenazas físicas, legales y económicas, encarcelaciones, apropiación y substitución de los órganos de gobernanza aprobados por el pueblo... Este tipo de comportamientos provocan, como es natural, un estado de conmoción en cualquiera mínimamente sensible. Ante unos hechos tan críticos es fácil comprender nuestro estado de indignación y alteración; cabe tener en cuenta sin embargo, que muchas de las emociones y reacciones que estamos experimentando no atienden sólo al hecho social sino también a nuestra historia personal. Hechos congelados de nuestro pasado despiertan de su letargo. La violencia, el enquistamiento y la falta de comunicación política que estamos sufriendo, activan también y en esencia, el dolor del maltrato, el desencuentro y la incomprensión que hemos vivido a lo largo de nuestra vida. Además del malestar encapsulado de todas aquellas relaciones en las que no nos sentimos amados y en la que tampoco supimos o pudimos hacer llegar lo que sentíamos.

Las negaciones y represiones a advertir en este sentido no son ya la de esos jueces partidistas y policías dopados de violencia, sino otras que ya llevamos dentro; es la negación de los sentimientos y la represión de la expresión en las que desde pequeños hemos ido implantándonos; las que nos llevan a despreciar nuestro paisaje interno, emborronándolo hasta dejarnos desorientados y sin saber si avanzamos o caminamos en círculos.

Dolor de cabeza, dificultad para respirar, problemas digestivos, irritabilidad, ansiedad, episodios paranoides, vértigos, mareos, desanimo, decaimiento, fatiga general, dificultad para dormir, obsesión… Las psicomatizaciones que quien más y quien menos venimos padeciendo estos días, así como las actitudes destructivas que nosotros también alimentamos, son el resultado de estos sentimientos negados y estancados, y finalmente… corrompidos.

 

Muchos sabemos lo importante que es expresar lo que nos pasa sintiéndonos escuchados y respetados, porque es alrededor de esa hoguera que calienta e ilumina donde se facilita la reconciliación con nuestras verdades, con la persona que somos, con las personas tal y como son. Desde ese estado de honestidad, aprecio y reconocimiento, pugnar por aquello que uno siente digno ya no es una “lucha en contra de” si no “un motor hacia”.

Si queremos avanzar hacia la independencia hemos de asumir que vamos a tener que valernos por nosotros mismos, con nuestras capacidades y limitaciones. Caminar caminos no conocidos codo con codo, con nuestras diferencias y sentimientos como brújula. Porqué… ¡¿Si no nos guían nuestros sentimientos de qué tipo de libertad estamos hablando?!

Esta encrucijada sociopolítica es una oportunidad para sincerarnos con nosotros mismos ¿Estoy en contacto con lo que siento? ¿Reconozco cuando no lo estoy? ¿Qué guía mi vida? ¿Qué merma la calidad de mis relaciones cotidianas?

Cada vez somos más humildes para reconocer que la realidad es demasiado compleja como para reducirla a una única verdad. Cada vez tenemos más claro que las banderas de la estulticia no arropan tanto como las miradas y las palabras sinceras. Cada vez somos más duchos identificando a los demagogos y los embusteros. Los medios influyen y manipulan, desde luego, pero ya no pueden engañarnos como antes. Empezamos a mirar hacia atrás y reconocemos la maleza a la que no queremos regresar. Pero para construir un nuevo orden no basta con reconocer lo que no queremos, hay que reposar atentos y comprometidos, como centinelas del alma, en los sentimientos que definen nuestra verdad, porque es ahí donde nace la mejor de nuestras versiones.

El proceso de humanización en el que estamos inmersos nos atañe a todos, a los que estamos dando el paso y a los que quieren mantener las cosas como están. Todos estamos interpelados y afectados y todos viviremos lo que tengamos y queramos vivir. Esa es nuestra libertad. El diálogo con el Estado se dará si ellos lo permiten, no depende de nosotros. Lo más importante, y esto nadie puede arrebatárnoslo, es el cultivo de una comunicación de calidad con los que sí están disponibles, ya sean estos representantes de gobiernos o estamentos, parejas, familiares, amigos, vecinos o conciudadanos de una u otra opción, de aquí y de allí. Lo importante es que sigamos avivando la llama de la amabilidad y la solidaridad de la que en estos días hemos sido partícipes. Que expresemos y escuchemos los sentimientos que a todos se nos despiertan en una situación histórica tan delicada y épica como ésta. Nos jugamos mucho más que unas leyes y unas fronteras, estamos construyendo un sentido más complejo, más rico y más maduro de las relaciones humanas.

Pablo Palmero - Psicólogo






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