Quemarse en infancia, tonto y vinagre

 Guillermo Mattioli



In memoriam Rafael Metlikovez

Agotamiento emocional, despersonalización y falta de realización personal en el trabajo han sido desde su definición conceptual los tres ejes de la descripción del burnout. El profesional de sanidad, educación o servicios sociales llega a sentir que no le queda más afecto ni energía, se descubre incurriendo cada vez más a menudo en actitudes y comentarios cínicos respecto de los usuarios, sus tareas ya no le proporcionan ningún placer y sus responsabilidades ya no son un desafío profesional. Al volver a casa después del trabajo sólo aspira a entrar en coma ante la tele. Ninguna metáfora.

La magia se ha acabado, el trabajo ya no divierte, la ilusión por mejorar las cosas y aprender  ha desapareci-

do, los usuarios le parecen cada vez peores personas que se merecen todo lo que les ocurre. Y encima se siente culpable y avergonzado por tener estos pensamientos hacia los que antes consideraba enfermos o víctimas, o por intentar que no le asignen este caso que acaba de entrar, intenta disimula ante sus compañeros y para consolarse se compara con Donald Sutherland o Elliot Gould en M.A.S.H o lamenta no haber escrito La Casa de Dios antes que Samuel Shem.

Más que un estado final se considera que el burnout es un proceso de adaptación a una situación de estrés laboral crónico, en el que el profesional se quema para poder seguir trabajando ya sea porque no soporta la idea de haber perdido sus ideales o porque sencillamente no puede dejarlo. Se queman los que tienen vergüenza. Propiamente hablando, quemarse en el trabajo es el polo opuesto a la simulación del daño laboral a la que recurre el pillo para conseguir o prolongar una baja, cosa que por cierto es un juego extremadamente peligroso dado que la mente tiende a hacer realidad nuestras mentiras, a más de uno la enfermedad real le vino a recordar su dignidad perdida.

 Con la única diferencia de donde ponen los acentos, los modelos descriptivos y explicativos del burnout incluyen los factores provenientes de la organización, de la relación con el usuario, de la relación dentro de los equipos y finalmente la psicología del trabajador. Los motivos de tensión pueden provenir de cualquier parte, pero donde aparecerán será en el profesional.

La variable principal siempre seré yo ante mí mismo. Cualquier profesional de infancia identificará inmediatamente algunos de estos factores de tensión en su contexto de trabajo, pero ahora me interesa pasar de este plano general a comentar un factor específico de generación de burnout entre los que trabajamos en el ámbito de la infancia en riesgo.

Me refiero a la credulidad o incredulidad por defecto.

 

Cuando trabajamos con familias a las que entrevistamos para valorar las posibilidades de que recuperen sus hijos tutelados más de una vez nos sentimos compelidos a creer que pueden cambiar. Necesitamos ver señales de modificación de sus tensiones, de suavización o incluso de negociación y solución de sus conflictos. Habíamos descubierto el juego relacional maltratante, lo exploramos, introdujimos la crisis en la dinámica familiar y han respondido a nuestros señalamientos y provocaciones cambiando sus actitudes y comportamiento. Quizás no sea suficiente y es posible que tampoco estos cambios se mantengan en el tiempo, pero vemos que se mueven.

También puede ocurrir que todo esto nos parezca un evidente paripé para seducirnos con el objetivo de que propongamos que se les devuelvan los hijos, pero incluso así nos hacemos martingalas mentales para justificar su astucia (peor sería que no la tuvieran) y aunque nos rechinen los oídos al escuchar en su boca aquellas palabras que hace pocos minutos que les hemos dicho nosotros, también admiramos esta flexibilidad (si pueden ser tan plásticos quizás sea esta la prueba de que pueden cambiar de verdad) O sea que acabamos (¿o habíamos comenzado?) por la posibilidad de que ya no volverán a maltratar al hijo y como de todos modos sus casos seguirán tutelados y en seguimiento por el equipo de territorio… Bien! confiemos en que al final no se nos quede una cara de tonto.

En el polo opuesto, después de haber recibido varios tortazos y según quien sin haber recibido ninguno, podemos tomar la actitud opuesta y cultivar una reconcentrada incredulidad. Como decía una colega “los padres biológicos no cambian”, así que mejor ni entrar en métodos de comprobación de la veracidad de los cambios, mantengamos la distancia y no nos dejemos caer en la tentación de ninguna soberbia terapéutica. Si han tenido que maltratar un hijo para solucionar sus triangulaciones malignas no pueden cambiar de verdad. Si cambian seguro que es mentira, y si era verdad sólo lo veremos dentro de mucho, mucho tiempo. Los que adoptan por defecto esta posición confían en que al final no se les quede una cara de vinagre.

Por supueeesto que he dibujado dos caricaturas extremas, nadie es del todo así. Además, afortunadamente existe una buena cantidad de casos que no nos plantean esta encrucijada. Hay funcionamientos familiares tan crónicamente perversos o negligentes que ninguno de nosotros se plantea ambiciosos cambios en su estructura o nuevos relatos de la historia familiar, buscaremos un futuro mejor para el niño y basta.

También hay familias que ya estaban en crisis de pareja o con sus familias de origen, padres para quienes descuidar o maltratar un hijo ha constituido un lamentable efecto lateral. Acompañaremos con algunas entrevistas una separación entre los padres que ya estaba prácticamente decidida y nos preocuparemos de que lleguen a un acuerdo sobre la guarda del hijo, o de regulación de visitas y contacto con los abuelos que sea bueno para los niños.

En el medio queda casi todo y es en este universo de casos dudosos en los que algunos tenderán a fiarse de su ojo u olfato clínico sobre dinámicas familiares y padres infelices y otros preferirán no ver y mucho menos oler el pegajoso hedor de la angustia. Unos correrán el riesgo de sentirse tontos y los otros avinagrados.

Creer es no saber, vaya novedad, esto ya lo sabíamos, como también sabemos que hay una gran cantidad de movimientos subterráneos en el tratamiento de estas familias en las que aquello que ignoramos es mucho mayor que lo que constatamos. Podemos sostener la ignorancia como una etapa del conocimiento, tan digna como las otras o podemos resolverla mediante una creencia. Lo que también podemos es formular una hipótesis, lo que está muy bien mientras no olvidemos que sólo es eso, una hipótesis, dado que invariablemente olvidarlos nos la convierte en un dogma.

Preguntado por sus inclinaciones, cualquier profesional afirmará taxativamente que prefiere sostener la ignorancia en su dignidad y formular una hipótesis que oriente la observación antes que enrocarse en una creencia, pero no es esto lo que suele ocurrir, ni mucho menos. El sistema de protección de la infancia en riesgo es preventivamente cautelar. Ante la detección de un maltrato, su propia naturaleza le hará reaccionar como si la reiteración del mismo fuera un riesgo probado, no sólo una suposición a demostrar antes de tomar alguna decisión. Y esto tiene su razón de ser, evidente para los que trabajan en este campo, más vale actuar por las dudas que tener que lamentar después los daños que pueda sufrir un niño. Después de todo nos desenvolvemos en atmósferas plenas de secretos, donde lo que está oculto es porque alguien lo oculta.

 

De aquí que comprendamos perfectamente al refugio en la incredulidad, actitud que cultivaremos para protegernos del posible engaño. ¿Cuál es el riesgo de esta estrategia? Claramente el de endurecernos, perder sensibilidad y convertirnos en aplicadores mecánicos de un manual que siempre será incompleto puesto que no describe electrodomésticos: sin reconocimiento explícito, es decir verbal de la responsabilidad por el daño ni empatía con el dolor sufrido por el hijo no puede haber un pronóstico positivo de recuperarlo. Sin sometimiento a terapia individual o de pareja no creeremos nunca en una mejora de las circunstancias familiares, y así sucesivamente. El riesgo finalmente es el de llegar a considerarnos por encima del bien y del mal, juzgando personas como no lo haría ni Dios y poniéndoles condiciones (planes de mejora) que ninguna familia podría cumplir y que si cumplieran demasiado bien nos induciría la sospecha atroz de que nos han vuelto a engañar.

También comprenderemos al que peca de credulidad, al que siente que para poder trabajar con estas familias necesita confiar en que algunas cosas pueden cambiar. No me refiero al ingenuo devoto de la empatía, al que intenta colocarse en la camisa del otro, empresa imposible y que de serlo sólo habría conseguido dejarlo sin camisa. Me refiero al que “se vuelve de la familia”, al que descubre y señala conflictos como si hubiera estado de viaje y retorna a casa para descubrir que en su ausencia han pasado cosas sorprendentes en la que continúa siendo su familia. Al que hecha cordialmente un poco de sal en todas las heridas y mantiene al mismo tiempo un sentido del humor que, aunque pueda resultar algo cruel logra que todos los adultos del niño se vean en perspectiva dentro del juego al que han estado jugando. Evidentemente, el riesgo que corre es el de quedar atrapado, no tanto en la empatía sino en la simpatía y la fascinación, aún dentro del horror y del crimen. Como a todos los que se sumergen en territorios misteriosos, cuando se le acostumbre la vista puede llegar a considerar normales fenómenos espantosos.

Todos habremos incurrido alguna vez en ambas posiciones, más en una que en otra, según nuestras tendencias y estaremos de acuerdo en que el mal no yace en sentirnos a veces crédulos y otras infelices sino en la sensación (física, muscular) de que nuestro rostro se esté volviendo rígidamente tonto o avinagrado.



Guillermo Mattioli

Vocal de la Junta de Govern del Col·legi Oficial de Psicologia de Catalunya

President de la Secció de Psicologia Clínica, de la Salut i Psicoteràpia