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Entrevista a Nathalie Pérez Lizeretti, ponent del I Congreso Nacional de Inteligencia Emocional |
SECCION:
Entrevistas
// PUBLICAT 03/10/2012 16:57:00 |
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La
Dra. Nathalie P. Lizeretti es Doctora en Psicología y
especialista en Psicoterapia e Inteligencia Emocional. Es
profesora asociada a la Universidad Ramón Llull de Barcelona
y Co-directora del Centro de Investigación y Desarrollo de
la Inteligencia Emocional (CIDIE), dedicado a la psicoterapia, la
investigación y la docencia. Es autora de numerosos
artículos sobre Inteligencia Emocional en el
ámbito de la psicología clínica, en
prestigiosas revistas nacionales e internacionales y ha desarrollado la
Terapia basada en Inteligencia Emocional (TIE).
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¿Qué
es la inteligencia emocional? ¿Cómo
podríamos definirla?
En términos generales la Inteligencia Emocional (IE) es un
concepto
psicológico, relativamente reciente, que hace referencia a
la capacidad
de utilizar el conocimiento que deriva de las emociones en la toma de
decisiones.
Sin embargo, la aparición de este concepto no ha estado
exento de
cierta controversia siendo diversas las propuestas teóricas
que han
surgido en el empeño de conceptualizar la Inteligencia
Emocional desde
que en 1990 los investigadores John D. Mayer y Peter Salovey
acuñaron
el término. De este modo se observa que a pesar de existir
similitudes,
las diferencias que presentan los diferentes modelos son
suficientemente importantes como para que no pueda hablarse de una
única conceptualización de IE.
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La
principal diferencia es que unos la
conciben como un conjunto de habilidades emocionales,
considerándola
como un tipo más de inteligencia, y otros sostienen que
además incluye
diversos rasgos de personalidad, considerándola un
“sinónimo de
carácter” (Oberst y Lizeretti, 2004). A partir de
esta diferencia
básica los modelos desarrollados en torno a la IE se han
clasificado en
dos categorías generales: modelos de habilidad y modelos
mixtos.
Los modelos de habilidad parten de las teorías del
procesamiento de la información. Las principales
implicaciones que comporta esta perspectiva son que las habilidades (a
diferencia de los rasgos de personalidad), son susceptibles de ser
aprendidas y desarrolladas a lo largo de toda la vida y que pueden
observarse en conductas concretas. Entre los modelos de habilidad
destaca el propuesto por Mayer y Salovey (Mayer y Salovey, 1997;
Salovey y Mayer, 1990). En cambio, los modelos mixtos incluyen,
además de las habilidades emocionales, aspectos
próximos a la personalidad que constituyen dimensiones
estables en el tiempo y en diversidad de situaciones. La principal
implicación que comporta esta conceptualización
es que los rasgos de personalidad no pueden ser adquiridos ni
aprendidos a lo largo de la vida. Es decir, se tienen o no se tienen.
El principal inconveniente es que la IE difícilmente
podrá ser desarrollada en personas que no la tengan y que
puede confundirse con aspectos de la personalidad. Entre los modelos
mixtos más conocidos, encontramos las propuestas de autores
como Goleman (1995), Bar-On (1997) y Cooper y Sawaf (1997).
Aunque fue Goleman que con la publicación del Bestseller
Emotional Intelligence en 1995 despertó el
interés de los científicos y del
público en general por este nuevo y hasta cierto punto
revolucionario concepto, entre todos ellos el modelo que ha tenido una
mayor repercusión en el ámbito
científico ha sido el modelo de habilidad de Mayer y
Salovey. Esto ha sido debido a que por una parte ofrecen un modelo
estructurado y sistemático del procesamiento emocional y por
otra, los instrumentos de evaluación necesarios para que
podamos medir la IE.
En 1990 los investigadores John D. Mayer y Peter Salovey
acuñaron el término Inteligencia Emocional, y la
definieron como “la habilidad para controlar nuestras
emociones y las de los demás, discriminar entre ellas y usar
dicha información para guiar nuestro pensamiento y nuestras
acciones” (Salovey y Mayer, 1990, p. 189). Con esta primera
formulación sentaron las bases de un modelo sobre las que
iniciaron un proceso de validación del constructo gracias a
la creación de diferentes instrumentos de
evaluación que han permitido llevar a cabo numerosas
investigaciones. Posteriormente, desarrollaron más su modelo
de Inteligencia Emocional (IE) basado en las teorías de la
inteligencia como habilidad mental y la conceptualizaron como un
conjunto de destrezas emocionales necesarias para una adecuada
adaptación al entorno (Mayer & Salovey, 1997;
Salovey & Mayer, 1990). Bajo esta perspectiva, se considera que
las emociones y el pensamiento interactúan entre
sí y se plantea que la IE está configurada por un
conjunto jerárquico de habilidades emocionales que permiten
comprender el significado de la información emocional,
utilizarlo en el razonamiento y en la resolución de los
problemas. Los cuatro niveles de habilidad que conforman el modelo son:
1) las habilidades para percibir, valorar y expresar emociones con
exactitud, 2) las habilidades para acceder y/o generar sentimientos que
faciliten el pensamiento, 3) las habilidades para comprender los
procesos emocionales y 4) la habilidades para regular las emociones
promoviendo la madurez afectiva e intelectual.
Las habilidades más básicas serían las
de percepción de emociones, mientras que las más
complejas y de mayor nivel de dificultad serían las de
regulación emocional. De forma que para comprender las
emociones es necesario primero haberlas identificado correctamente y
sólo de este modo pueden gestionarse de manera eficaz. Por
otro lado, mientras que las habilidades de percepción y
facilitación responden a aspectos experienciales de la
emoción, las de comprensión y
regulación incluyen procesos de razonamiento
emocional.
Cabe decir que desde esta perspectiva las emociones no están
sujetas a juicios valorativos, no se hace referencia a la existencia de
emociones positivas o negativas y la emoción se aborda desde
una perspectiva adaptativa, destacándose especialmente su
carácter funcionalista.
¿Cómo
podemos saber si una persona es emocionalmente inteligente?
Una persona emocionalmente inteligente sería aquella que es
capaz de identificar de forma correcta sus emociones y las de los
demás, tomar conciencia de sus implicaciones, comprender su
significado y gestionarla de forma eficaz. Pero para saber si una
persona dispone y en qué grado lo hace de estas habilidades
es necesario poder evaluarlas. En este sentido, la
formulación de una teoría o modelo acerca de un
concepto psicológico requiere de un proceso paralelo de
creación de instrumentos de medida que permitan su
validación. Especialmente cuando estos conceptos constituyen
construcciones abstractas que hacen referencia a fenómenos
complejos que incluyen simultáneamente diversos procesos
(cognitivos, emocionales, fisiológicos y motivacionales)
como sucede en el caso de la Inteligencia Emocional. Además,
como el método científico exige que estos
constructos puedan ser cuantificados, medidos y evaluados, su valor
radica tanto o más en los instrumentos que nos permiten su
evaluación, que en la teoría que los sustenta.
Porque es justo con la interacción dinámica de
los procesos de construcción teórica y de
validación empírica que se puede lograr una
conceptualización más precisa de los
términos psicológicos.
Las habilidades de IE pueden ser evaluadas con pruebas
psicométricas y dentro de este modelo se han desarrollado
dos métodos de evaluación que permiten determinar
el nivel de IE de las personas: las escalas de autoinforme y los test
de habilidad. Las escalas de autoinforme evalúan la
percepción de competencia que tiene la persona respecto de
sus propias habilidades emocionales o lo que ha sido denominado como
Inteligencia Emocional Percibida (IEP). En cambio, los test de
habilidad evalúan la destreza que muestra la persona en la
ejecución de tareas emocionales.
¿Para
qué sirve la IE?
Precisamente gracias a que se
ha podido disponer de instrumentos de evaluación
válidos y fiables, el modelo de IE de Mayer y Salovey (1997)
ha demostrado ser útil en diversos ámbitos de la
psicología. Numerosos trabajos de investigación
han estudiado la implicación de la IE en el mundo del
trabajo y de las organizaciones (e.g., Extremera, Durán y
Rey, 2005), en el ámbito educativo (e.g., Palomera,
Fernández-Berrocal & Brackett, 2008), en el
bienestar y el ajuste psicológico (e.g., Extremera &
Fernández-Berrocal, 2005) y más recientemente, en
la psicopatología y los trastornos mentales (e.g.,
Lizeretti, Oberst, Chamarro y Farriols, 2006).
¿Todos
nacemos con Inteligencia Emocional o algunos no?
Seguramente todos nacemos con
la disposición para ser emocionalmente inteligentes ya que
nacemos emocionalmente programados, al menos respecto a las emociones
básicas. Pero es posible que en los primeros años
de vida las experiencias vitales traumáticas y/o una escasa
educación emocional nos lleven a una pérdida de
habilidades emocionales o a un escaso desarrollo de las mismas. No
obstante, las investigaciones realizadas demuestran que la IE tiende a
aumentar con la edad, aunque la mayoría de estas han sido
realizadas con adolescentes y adultos, ya que todavía no
disponemos de instrumentos de evaluación de la IE en
niños.
Por otra parte la cultura es un factor que influye en la
percepción que las personas tienen respecto a sus
habilidades emocionales, pero no así el nivel de estudios
académicos. Otro aspecto importante es que existen
diferencias en IE entre hombres y mujeres. Objetivamente las mujeres
tienen más IE que los hombres aunque se perciben a
sí mismas con menos competencias emocionales que ellos;
afirman prestar más atención a sus emociones pero
consideran que son menos capaces de comprender sus emociones y reparar
estados emocionales desagradables.
¿Qué
podemos hacer para desarrollarla?
Actualmente se
están haciendo esfuerzos en diseñar programas
para el desarrollo de la IE en ámbitos tan diversos como las
organizaciones o el ámbito educativo, etc. Sin embargo es
necesario que estos programas demuestren ser realmente
válidos para aumentar la IE.
En nuestro equipo de investigación hemos desarrollado un
programa de intervención dirigido a aumentar la inteligencia
emocional de las personas. Se trata de un programa manualizado que
puede aplicarse en cualquier contexto y que ha demostrado ser efectivo
para desarrollar las distintas habilidades emocionales que configuran
la Inteligencia Emocional. En concreto lo estamos aplicando en el
ámbito clínico con pacientes con distintos
trastornos mentales, donde además se ha mostrado
eficaz para reducir significativamente la sintomatología
clínica. El manual estará disponible a la venta
en breve.
¿Qué
importancia tiene la Inteligencia emocional en la psicología?
Las emociones son la unidad
básica de nuestra afectividad, nos informan, nos orientan,
nos movilizan… y cuando se integran con la razón
nos hacen más sabios y nos llevan a decisiones y a acciones
más constructivas que cuando utilizamos sólo
nuestro intelecto. Están fuertemente implicadas en nuestro
bienestar, en nuestra salud mental, en muchas de las enfermedades
físicas que padecemos, en los productos que consumimos, en
nuestra historia personal, social y cultural… y por tanto
están presentes e influyen en todas las actividades humanas.
Las investigaciones realizadas en el ámbito de la IE
demuestran cosas como que:
Las personas emocionalmente inteligentes, es decir, aquellas que
presentan elevadas puntuaciones en los tests de IE son más
optimistas, tienen más autoestima y muestran una mayor
capacidad empática lo que contribuye considerablemente a su
bienestar psicológico (Brackett y Mayer, 2003; Extremera y
Fernández-Berrocal, 2004, 2005a; Mayer, Caruso y Salovey,,
1999; Salovey, Stroud, Woolery y Epel, 2002; Schutte et al.,
1998).
La IE está vinculada con las habilidades sociales que nos
permiten establecer relaciones interpersonales y las personas con
más IE tienen relaciones de amistad, familiares y de pareja
más satisfactorias (Ciarrochi, Chan y Bajgar, 2001;
Extremera y Fernández-Berrocal, 2004; Lopes, Salovey y
Straus, 2003; Mayer et al., 1999). En este sentido algunos estudios
demuestran que también predice parte del amor
romántico y las personas emocionalmente inteligentes ven a
sus parejas menos hostiles, críticas y distantes, de manera
que perciben más apoyo de ellas (Amitay y Mongrain, 2007).
También se ha demostrado que las personas que saben
discriminar con claridad entre sus emociones y son capaces de reparar
sus estados de ánimo negativos se sienten mejor consigo
mismas, están más satisfechas con su vida y
muestran más conductas pro-sociales o altruistas. Es
más, disponer de una claridad emocional adecuada tiene
más influencia sobre la satisfacción con la vida
que los rasgos de personalidad (Palomera y Brackett, 2006). Por el
contrario, encontramos que las personas con baja IE tienen tendencia a
mostrar más conductas desviadas y relaciones sociales
más pobres (Brackett, Mayer y Warner, 2004).
En resumen, la IE está relacionada con la cantidad y calidad
de las relaciones interpersonales, más habilidades sociales
y conductas pro-sociales, más optimismo, mayor capacidad
empática y mayor satisfacción con la vida. Estas
investigaciones permiten concluir que el nivel de IE constituye un buen
indicador del bienestar psicológico de las personas y que
directa o indirectamente contribuye a este bienestar.
¿Qué
papel juega en la inteligencia en las enfermedades mentales?
Las investigaciones
realizadas en el ámbito de la psicopatología
encuentran diferencias significativas en el nivel de Inteligencia
Emocional entre pacientes con distintos trastornos mentales y personas
sin psicopatología. Los pacientes presentan menos
habilidades de IE. Es decir, los pacientes psiquiátricos
pueden diferenciarse de sujetos sin psicopatología por el
nivel de IE que presentan. En términos generales, prestan
más atención a sus emociones pero tienen menos
capacidad para reparar sus estados de ánimo negativos. En
términos específicos se observan diferencias
concretas respecto a los déficits de habilidades emocionales
de las que disponen pacientes con distintos trastornos
psicopatológicos. Por ejemplo, entre los pacientes con
trastorno de ansiedad encontramos que los pacientes con trastorno de
ansiedad generalizada (TAG) prestan una excesiva atención a
sus emociones, lo que les lleva a un estado de hipervigilancia que
probablemente sea debido a que las perciben como estímulos
amenazantes (Borkovec, Alcaine y Behar, 2004). Por otra parte, la
escasa capacidad que muestran para identificar con claridad sus estados
emocionales denota un importante desconocimiento del mundo emocional
que a la vez se relaciona con la gravedad de la
sintomatología. Además las personas
diagnosticadas con TAG también presentan más
dificultades para reparar de forma eficaz sus estados de
ánimo negativos y parece que el hecho de que se perciban con
escasas habilidades emocionales puede constituir un factor de
vulnerabilidad en el desarrollo del TAG (Lizeretti y Extremera, 2011).
Por otro lado, los pacientes con trastorno de pánico con
agorafobia también presentan una baja IE y el exceso de
atención que prestan a sus emociones está
relacionado con la presencia del trastorno de pánico, pero
es la dificultad para gestionar la respuesta fisiológica de
la ansiedad la que está relacionada con la gravedad de la
agorafobia. Lo que indicaría que el percibirse con escasas
habilidades para reparar sus estados emocionales negativos
podría constituir un factor de vulnerabilidad en el
desarrollo de la clínica agorafóbica en pacientes
con trastorno de pánico (Lizeretti y Rodríguez,
2012). En la fobia social también se ha observado que las
dificultades en las habilidades para percibir la información
emocional y utilizar esta información correctamente,
está relacionada con la severidad de los
síntomas. Lo que confirma que tienen importantes
dificultades para analizar y percibir adecuadamente situaciones de
interacción social e indicaría que el nivel de
competencia en estas habilidades de IE contribuye significativamente a
mitigar o aumentar su gravedad (Jacobs et al., 2008).
En resumen, los pacientes con trastorno de ansiedad presentan excesiva
atención a las emociones pero tienen una baja capacidad para
discriminar entre emociones distintas y reparar estados emocionales que
les resultan desagradables. Parece que la tendencia que tienen a
intensificar la experiencia y expresión de las emociones
desagradables hace que las vivan como amenazantes –no
pudiendo distinguirlas con claridad– y que el temor a
experimentarlas les lleva a un estado de hipervigilancia de los
estímulos emocionales. Este círculo vicioso
dificulta que puedan gestionarlas de forma eficaz, generando
estrategias erróneas de regulación emocional que
como la evitación, la supresión o la
compulsión mantienen y agravan el trastorno.
También se han podido identificar los déficits en
las habilidades de IE que presentan pacientes con otros trastornos como
la depresión, el trastorno por abuso de sustancias, el
trastorno límite de la personalidad o la
esquizofrenia.
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