La Dra. Nathalie P. Lizeretti es Doctora en Psicología y especialista en Psicoterapia e Inteligencia Emocional.  Es profesora asociada a la Universidad Ramón Llull de Barcelona y Co-directora del Centro de Investigación y Desarrollo de la Inteligencia Emocional (CIDIE), dedicado a la psicoterapia, la investigación y la docencia. Es autora de numerosos artículos sobre Inteligencia Emocional en el ámbito de la psicología clínica, en prestigiosas revistas nacionales e internacionales y ha desarrollado la Terapia basada en Inteligencia Emocional (TIE).
 
¿Qué es la inteligencia emocional? ¿Cómo podríamos definirla?

En términos generales la Inteligencia Emocional (IE) es un concepto psicológico, relativamente reciente, que hace referencia a la capacidad de utilizar el conocimiento que deriva de las emociones en la toma de decisiones.
Sin embargo, la aparición de este concepto no ha estado exento de cierta controversia siendo diversas las propuestas teóricas que han surgido en el empeño de conceptualizar la Inteligencia Emocional desde que en 1990 los investigadores John D. Mayer y Peter Salovey acuñaron el término. De este modo se observa que a pesar de existir similitudes, las diferencias que presentan los diferentes modelos son suficientemente importantes como para que no pueda hablarse de una única conceptualización de IE.

La principal diferencia es que unos la conciben como un conjunto de habilidades emocionales, considerándola como un tipo más de inteligencia, y otros sostienen que además incluye diversos rasgos de personalidad, considerándola un “sinónimo de carácter” (Oberst y Lizeretti, 2004). A partir de esta diferencia básica los modelos desarrollados en torno a la IE se han clasificado en dos categorías generales: modelos de habilidad y modelos mixtos.

Los modelos de habilidad parten de las teorías del procesamiento de la información. Las principales implicaciones que comporta esta perspectiva son que las habilidades (a diferencia de los rasgos de personalidad), son susceptibles de ser aprendidas y desarrolladas a lo largo de toda la vida y que pueden observarse en conductas concretas. Entre los modelos de habilidad destaca el propuesto por Mayer y Salovey (Mayer y Salovey, 1997; Salovey y Mayer, 1990). En cambio, los modelos mixtos incluyen, además de las habilidades emocionales, aspectos próximos a la personalidad que constituyen dimensiones estables en el tiempo y en diversidad de situaciones. La principal implicación que comporta esta conceptualización es que los rasgos de personalidad no pueden ser adquiridos ni aprendidos a lo largo de la vida. Es decir, se tienen o no se tienen. El principal inconveniente es que la IE difícilmente podrá ser desarrollada en personas que no la tengan y que puede confundirse con aspectos de la personalidad. Entre los modelos mixtos más conocidos, encontramos las propuestas de autores como Goleman (1995), Bar-On (1997) y Cooper y Sawaf (1997).

Aunque fue Goleman que con la publicación del Bestseller Emotional Intelligence en 1995 despertó el interés de los científicos y del público en general por este nuevo y hasta cierto punto revolucionario concepto, entre todos ellos el modelo que ha tenido una mayor repercusión en el ámbito científico ha sido el modelo de habilidad de Mayer y Salovey. Esto ha sido debido a que por una parte ofrecen un modelo estructurado y sistemático del procesamiento emocional y por otra, los instrumentos de evaluación necesarios para que podamos medir la IE.

En 1990 los investigadores John D. Mayer y Peter Salovey acuñaron el término Inteligencia Emocional, y la definieron como “la habilidad para controlar nuestras emociones y las de los demás, discriminar entre ellas y usar dicha información para guiar nuestro pensamiento y nuestras acciones” (Salovey y Mayer, 1990, p. 189). Con esta primera formulación sentaron las bases de un modelo sobre las que iniciaron un proceso de validación del constructo gracias a la creación de diferentes instrumentos de evaluación que han permitido llevar a cabo numerosas investigaciones. Posteriormente, desarrollaron más su modelo de Inteligencia Emocional (IE) basado en las teorías de la inteligencia como habilidad mental y la conceptualizaron como un conjunto de destrezas emocionales necesarias para una adecuada adaptación al entorno (Mayer & Salovey, 1997; Salovey & Mayer, 1990). Bajo esta perspectiva, se considera que las emociones y el pensamiento interactúan entre sí y se plantea que la IE está configurada por un conjunto jerárquico de habilidades emocionales que permiten comprender el significado de la información emocional, utilizarlo en el razonamiento y en la resolución de los problemas. Los cuatro niveles de habilidad que conforman el modelo son: 1) las habilidades para percibir, valorar y expresar emociones con exactitud, 2) las habilidades para acceder y/o generar sentimientos que faciliten el pensamiento, 3) las habilidades para comprender los procesos emocionales y 4) la habilidades para regular las emociones promoviendo la madurez afectiva e intelectual.

Las habilidades más básicas serían las de percepción de emociones, mientras que las más complejas y de mayor nivel de dificultad serían las de regulación emocional. De forma que para comprender las emociones es necesario primero haberlas identificado correctamente y sólo de este modo pueden gestionarse de manera eficaz. Por otro lado, mientras que las habilidades de percepción y facilitación responden a aspectos experienciales de la emoción, las de comprensión y regulación incluyen procesos de razonamiento emocional. 

Cabe decir que desde esta perspectiva las emociones no están sujetas a juicios valorativos, no se hace referencia a la existencia de emociones positivas o negativas y la emoción se aborda desde una perspectiva adaptativa, destacándose especialmente su carácter funcionalista.

¿Cómo podemos saber si una persona es emocionalmente inteligente?

Una persona emocionalmente inteligente sería aquella que es capaz de identificar de forma correcta sus emociones y las de los demás, tomar conciencia de sus implicaciones, comprender su significado y gestionarla de forma eficaz. Pero para saber si una persona dispone y en qué grado lo hace de estas habilidades es necesario poder evaluarlas. En este sentido, la formulación de una teoría o modelo acerca de un concepto psicológico requiere de un proceso paralelo de creación de instrumentos de medida que permitan su validación. Especialmente cuando estos conceptos constituyen construcciones abstractas que hacen referencia a fenómenos complejos que incluyen simultáneamente diversos procesos (cognitivos, emocionales, fisiológicos y motivacionales) como sucede en el caso de la Inteligencia Emocional. Además, como el método científico exige que estos constructos puedan ser cuantificados, medidos y evaluados, su valor radica tanto o más en los instrumentos que nos permiten su evaluación, que en la teoría que los sustenta. Porque es justo con la interacción dinámica de los procesos de construcción teórica y de validación empírica que se puede lograr una conceptualización más precisa de los términos psicológicos.

Las habilidades de IE pueden ser evaluadas con pruebas psicométricas y dentro de este modelo se han desarrollado dos métodos de evaluación que permiten determinar el nivel de IE de las personas: las escalas de autoinforme y los test de habilidad. Las escalas de autoinforme evalúan la percepción de competencia que tiene la persona respecto de sus propias habilidades emocionales o lo que ha sido denominado como Inteligencia Emocional Percibida (IEP). En cambio, los test de habilidad evalúan la destreza que muestra la persona en la ejecución de tareas emocionales.

 ¿Para qué sirve la IE?

Precisamente gracias a que se ha podido disponer de instrumentos de evaluación válidos y fiables, el modelo de IE de Mayer y Salovey (1997) ha demostrado ser útil en diversos ámbitos de la psicología. Numerosos trabajos de investigación han estudiado la implicación de la IE en el mundo del trabajo y de las organizaciones (e.g., Extremera, Durán y Rey, 2005), en el ámbito educativo (e.g., Palomera, Fernández-Berrocal & Brackett, 2008), en el bienestar y el ajuste psicológico (e.g., Extremera & Fernández-Berrocal, 2005) y más recientemente, en la psicopatología y los trastornos mentales (e.g., Lizeretti, Oberst, Chamarro y Farriols, 2006).

¿Todos nacemos con Inteligencia Emocional o algunos no?

Seguramente todos nacemos con la disposición para ser emocionalmente inteligentes ya que nacemos emocionalmente programados, al menos respecto a las emociones básicas. Pero es posible que en los primeros años de vida las experiencias vitales traumáticas y/o una escasa educación emocional nos lleven a una pérdida de habilidades emocionales o a un escaso desarrollo de las mismas. No obstante, las investigaciones realizadas demuestran que la IE tiende a aumentar con la edad, aunque la mayoría de estas han sido realizadas con adolescentes y adultos, ya que todavía no disponemos de instrumentos de evaluación de la IE en niños.
Por otra parte la cultura es un factor que influye en la percepción que las personas tienen respecto a sus habilidades emocionales, pero no así el nivel de estudios académicos. Otro aspecto importante es que existen diferencias en IE entre hombres y mujeres. Objetivamente las mujeres tienen más IE que los hombres aunque se perciben a sí mismas con menos competencias emocionales que ellos; afirman prestar más atención a sus emociones pero consideran que son menos capaces de comprender sus emociones y reparar estados emocionales desagradables.

¿Qué podemos hacer para desarrollarla?

Actualmente se están haciendo esfuerzos en diseñar programas para el desarrollo de la IE en ámbitos tan diversos como las organizaciones o el ámbito educativo, etc. Sin embargo es necesario que estos programas demuestren ser realmente válidos para aumentar la IE.

En nuestro equipo de investigación hemos desarrollado un programa de intervención dirigido a aumentar la inteligencia emocional de las personas. Se trata de un programa manualizado que puede aplicarse en cualquier contexto y que ha demostrado ser efectivo para desarrollar las distintas habilidades emocionales que configuran la Inteligencia Emocional. En concreto lo estamos aplicando en el ámbito clínico con pacientes con distintos trastornos mentales, donde  además se ha mostrado eficaz para reducir significativamente la sintomatología clínica. El manual estará disponible a la venta en breve.

¿Qué importancia tiene la Inteligencia emocional en la psicología?

Las emociones son la unidad básica de nuestra afectividad, nos informan, nos orientan, nos movilizan… y cuando se integran con la razón nos hacen más sabios y nos llevan a decisiones y a acciones más constructivas que cuando utilizamos sólo nuestro intelecto. Están fuertemente implicadas en nuestro bienestar, en nuestra salud mental, en muchas de las enfermedades físicas que padecemos, en los productos que consumimos, en nuestra historia personal, social y cultural… y por tanto están presentes e influyen en todas las actividades humanas.

Las investigaciones realizadas en el ámbito de la IE demuestran cosas como que:

Las personas emocionalmente inteligentes, es decir, aquellas que presentan elevadas puntuaciones en los tests de IE son más optimistas, tienen más autoestima y muestran una mayor capacidad empática lo que contribuye considerablemente a su bienestar psicológico (Brackett y Mayer, 2003; Extremera y Fernández-Berrocal, 2004, 2005a; Mayer, Caruso y Salovey,, 1999; Salovey, Stroud,  Woolery y Epel, 2002; Schutte et al., 1998).
La IE está vinculada con las habilidades sociales que nos permiten establecer relaciones interpersonales y las personas con más IE tienen relaciones de amistad, familiares y de pareja más satisfactorias (Ciarrochi, Chan y Bajgar, 2001; Extremera y Fernández-Berrocal, 2004; Lopes, Salovey y Straus, 2003; Mayer et al., 1999). En este sentido algunos estudios demuestran que también predice parte del amor romántico y las personas emocionalmente inteligentes ven a sus parejas menos hostiles, críticas y distantes, de manera que perciben más apoyo de ellas (Amitay y Mongrain, 2007).

También se ha demostrado que las personas que saben discriminar con claridad entre sus emociones y son capaces de reparar sus estados de ánimo negativos se sienten mejor consigo mismas, están más satisfechas con su vida y muestran más conductas pro-sociales o altruistas. Es más, disponer de una claridad emocional adecuada tiene más influencia sobre la satisfacción con la vida que los rasgos de personalidad (Palomera y Brackett, 2006). Por el contrario, encontramos que las personas con baja IE tienen tendencia a mostrar más conductas desviadas y relaciones sociales más pobres (Brackett, Mayer y Warner, 2004).

En resumen, la IE está relacionada con la cantidad y calidad de las relaciones interpersonales, más habilidades sociales y conductas pro-sociales, más optimismo, mayor capacidad empática y mayor satisfacción con la vida. Estas investigaciones permiten concluir que el nivel de IE constituye un buen indicador del bienestar psicológico de las personas y que directa o indirectamente contribuye a este bienestar.

¿Qué papel juega en la inteligencia en las enfermedades mentales?

Las investigaciones realizadas en el ámbito de la psicopatología encuentran diferencias significativas en el nivel de Inteligencia Emocional entre pacientes con distintos trastornos mentales y personas sin psicopatología. Los pacientes presentan menos habilidades de IE. Es decir, los pacientes psiquiátricos pueden diferenciarse de sujetos sin psicopatología por el nivel de IE que presentan. En términos generales, prestan más atención a sus emociones pero tienen menos capacidad para reparar sus estados de ánimo negativos. En términos específicos se observan diferencias concretas respecto a los déficits de habilidades emocionales de las que disponen pacientes con distintos trastornos psicopatológicos. Por ejemplo, entre los pacientes con trastorno de ansiedad encontramos que los pacientes con trastorno de ansiedad generalizada (TAG) prestan una excesiva atención a sus emociones, lo que les lleva a un estado de hipervigilancia que probablemente sea debido a que las perciben como estímulos amenazantes (Borkovec, Alcaine y Behar, 2004). Por otra parte, la escasa capacidad que muestran para identificar con claridad sus estados emocionales denota un importante desconocimiento del mundo emocional que a la vez se relaciona con la gravedad de la sintomatología. Además las personas diagnosticadas con TAG también presentan más dificultades para reparar de forma eficaz sus estados de ánimo negativos y parece que el hecho de que se perciban con escasas habilidades emocionales puede constituir un factor de vulnerabilidad en el desarrollo del TAG (Lizeretti y Extremera, 2011). Por otro lado, los pacientes con trastorno de pánico con agorafobia también presentan una baja IE y el exceso de atención que prestan a sus emociones está relacionado con la presencia del trastorno de pánico, pero es la dificultad para gestionar la respuesta fisiológica de la ansiedad la que está relacionada con la gravedad de la agorafobia. Lo que indicaría que el percibirse con escasas habilidades para reparar sus estados emocionales negativos podría constituir un factor de vulnerabilidad en el desarrollo de la clínica agorafóbica en pacientes con trastorno de pánico (Lizeretti y Rodríguez, 2012). En la fobia social también se ha observado que las dificultades en las habilidades para percibir la información emocional y utilizar esta información correctamente, está relacionada con la severidad de los síntomas. Lo que confirma que tienen importantes dificultades para analizar y percibir adecuadamente situaciones de interacción social e indicaría que el nivel de competencia en estas habilidades de IE contribuye significativamente a mitigar o aumentar su gravedad (Jacobs et al., 2008).

En resumen, los pacientes con trastorno de ansiedad presentan excesiva atención a las emociones pero tienen una baja capacidad para discriminar entre emociones distintas y reparar estados emocionales que les resultan desagradables. Parece que la tendencia que tienen a intensificar la experiencia y expresión de las emociones desagradables hace que las vivan como amenazantes –no pudiendo distinguirlas con claridad– y que el temor a experimentarlas les lleva a un estado de hipervigilancia de los estímulos emocionales. Este círculo vicioso dificulta que puedan gestionarlas de forma eficaz, generando estrategias erróneas de regulación emocional que como la evitación, la supresión o la compulsión mantienen y agravan el trastorno.

También se han podido identificar los déficits en las habilidades de IE que presentan pacientes con otros trastornos como la depresión, el trastorno por abuso de sustancias, el trastorno límite de la personalidad o la esquizofrenia.