Ante el poder y la política, comparto con amigas, familiares, compañeras, pacientes y colegas muchas opiniones y sentimientos. Experimentamos miedo, rechazo, cansancio, «total, para qué», «es agotador»... Observo a mujeres preparadas, decididas, que ante un ascenso, ante un cargo, lo declinan. ¿Por qué? También detecto en la consulta mujeres que están congeladas emocionalmente: han congelado las emociones, los sentimientos, para poder estar en el poder político, laboral, social, donde lo racional es una herramienta supervalorada. También percibo a mujeres que están en la política y en lugares de poder social que sufren por estar donde están, aun queriendo estar. Percibo la conflictividad en las relaciones en grupos, equipos, asociaciones, entidades de mujeres donde la práctica de la relación no es siempre igual de fluida que en la teoría.
Nos encontramos, por tanto, ante ¿un aparente desinterés de las mujeres por el poder político? Es innegable que el poder ha sido un concepto polémico, de difícil aprehensión para las mujeres y resistido, en la medida que tiene como referente un modelo visibilizado, el masculino, en oposición al femenino. Los componentes, maneras y usos requeridos en el ámbito público son ajenos a las mujeres que han sido excluidas.
No es de extrañar, entonces, que las mujeres mostremos conflictos y malestar en nuestro deseo de poder. Al prohibir el deseo de poder, es «excluida la posibilidad de tomarlo» y, de hacerlo, nos imponen medirnos con los hombres como modelo.
La «ajenidad» de las mujeres respecto al ejercicio de poder, por ejemplo en la política, está explicada, entre otras cosas, por la división sexual del trabajo que establece estrictas fronteras que segregan y oponen el ámbito público y el doméstico. La asignación tradicional de las mujeres a los espacios privados y domésticos, desvalorizados socialmente, ha obstaculizado el ingreso de las mujeres en las actividades desarrolladas en el espacio público. La política, como expresión paradigmática de lo público, ha sido monopolizada por los hombres y magnificada y supervalorada. La esfera pública domina a la doméstica y, desde esta premisa, los hombres dominan a las mujeres.

Pero pongamos un poco de luz: me gustaría que pensáramos en la estructura política social desde donde estoy hablando: el patriarcado, para algunas mujeres —final del patriarcado—, figura descubierta por las miembras de la Librería de mujeres de Milán en 1995. Para ellas significa el final del control del cuerpo femenino fértil y sus frutos por hombres (o sea, el fin del contrato sexual) a que ha llevado el movimiento de mujeres del siglo XX a decir:«Mi cuerpo es mío».
La identificación y el cuestionamiento de las culturas patriarcales se han vuelto más autoconscientes y seguros. Los estereotipos masculinos y femeninos y sus mandatos de género ya no se aceptan como medida de excelencia, virtud o humanidad.
Se ha cambiado el enunciado equivocado de «problemas de las mujeres» o la «cuestión de las mujeres». Al conceptualizar a las mujeres como «el problema», repetíamos, en vez de deconstruir o analizar, las relaciones sociales que nos construyen o representan en primer lugar como un problema. Si nos seguimos definiendo de este modo, las mujeres permanecemos en la posición tradicional: la «culpable», la desviada, la desvalida, la otra.
Es más productivo y preciso situar a hombres y mujeres como personajes dentro de un contexto mayor: las relaciones de género. Ambos son prisioneros del género, aunque de modos muy diferenciados pero interrelacionados. En este contexto, los hombres siguen estando privilegiados en relación con las mujeres en la mayoría de las sociedades y existen fuerzas sistemáticas que generan, mantienen y repiten las relaciones de género de dominio.
Creo que sería importante profundizar sobre el hecho de que la fuente profunda del malestar en nuestra cultura no es la represión, ni el narcisismo, sino la polaridad de los géneros.
Desde mi experiencia como psicoterapeuta, observo que muchos de los malestares del yo femenino se centran en torno a los conflictos existentes acerca de la sexualidad, las diferencias, la autonomía, la sociabilidad, el poder.
El poder que queremos las mujeres, como señala Marcela Lagarde, implica un trastocamiento del orden patriarcal y de todos los órdenes opresivos, lo que implica un cambio radical en la concepción sobre el poder. No basta con el reclamo de igualdad de participación en aquellas áreas que tradicionalmente están asociadas a los hombres, si no se reestructuran las bases que las edifican.


Algunas reflexiones sobre el poder

Desde Aristóteles, podemos encontrar referencias a este concepto. Os propongo reflexionar sobre las posiciones de Max Weber, Hannah Arendt y Michel Foucault.
Weber conceptualizó el poder como la capacidad de imponer la propia voluntad al comportamiento de otros; por tanto, es un atributo del que se dispone o del que se carece. Según Weber, es el monopolio de la violencia legítima. Weber habla de la «probabilidad de imponer la propia voluntad, dentro de una relación social, aún contra toda resistencia y cualquiera que sea el fundamento de esa probabilidad».
Hannah Arendtinvierte la relación clásica ente violencia y poder, señalando que donde hay violencia no hay poder. El poder —sostiene Arendt— no está relacionado con la obediencia y el mando, sino que es la capacidad de actuar concertadamente. Desde esta perspectiva, el poder no constituye una relación medio-fin como para Weber, sino que es una «acción comunicativa» orientada al consenso. Se necesita legitimidad para su ejercicio y para su permanencia; la violencia, por el contrario, puede ser justificable pero nunca legítima. Dice Arendt: «la violencia puede destruir el poder, pero desde la violencia nunca podrá brotar el poder».
Mientras Weber sostenía que el poder está referido siempre a la intencionalidad y a la voluntad del individuo que lo ejerce, Arendt responde que «el poder no es nunca una propiedad individual. El poder pertenece al grupo y sobrevive sólo en la medida en que el grupo permanece. Cuando decimos que alguien que se encuentra “en el poder”, lo que queremos decir es que su investidura de poder proviene de un cierto número de personas que lo autorizan a actuar en su nombre». Si desaparece el sostén y el apoyo de la colectividad o del grupo, el poder termina por desvanecerse.
Michel Foucault introduce otra vuelta de tuerca. Foucault cuestiona la idea que el poder está concentrado exclusivamente en cosas o sitios determinados. El poder, afirma, es inmanente a las relaciones asimétricas. El poder está en todas partes; no porque abarque todo, sino porque proviene de todas partes. Es omnipresente, ejercido desde innumerables puntos, y se manifiesta cada vez que se entablan relaciones asimétricas en algún aspecto. Estas relaciones no son fijas, sino fluidas y cambiantes. Para este autor, las relaciones de poder se encuentran estrechamente ligadas a las relaciones familiares, sexuales, productivas; íntimamente enlazadas y desempeñando un papel de condicionante y condicionado. Para este autor, una política alternativa no estaría centrada en eliminar las fuentes de poder, pues sería imposible. Apunta que los grupos tradicionalmente considerados «sin poder» pueden crear un poder alternativo que reforme las relaciones sociales. Para Foucault, la formación de discursos crea estructuras de poder y, a su vez, estas permiten la modificación de la mente y del cuerpo.


¿Hay un poder positivo?

En las críticas de Hannah Arendt y Michel Foulcault se aportan facetas positivas del poder. Junto a la dominación, opresión, explotación y control que se vinculan a la concepción de poder más generalizado, que se expresa en «poder sobre», se encuentra lo que puede describirse como «poder para”». Este último implica la posibilidad de lograr objetivos a través de acciones concertadas de individuos organizados. En otras palabras, la acción concertada de los actores colectivos crea medios para la acción y poder para crear alternativas. Por ello, el poder no sólo tiene efectos negativos, como prohibir o restringir; por el contrario, tiene también efectos positivos, creativos o productivos.
Y llegamos al empoderamiento de los grupos «sin poder», a un grupo que representa el 51 %. El empoderamiento de las mujeres
El poder al que se refiere esta lógica es el «poder para» estar, compartir, influir y formar parte de las sociedades, y no como poder sobre otras personas. Tiene que ver con la capacidad para hacer y transformar.
El empoderamiento es un concepto clave en una propuesta holística de la política; por ello, puede verse más bien como una estrategia, es decir, un conjunto de acciones y procesos orientados al logro de mayor poder de tomar decisiones; sentido de seguridad y visión de futuro; capacidad de ganarse la vida; capacidad de actuar eficazmente en la esfera pública, y movilidad y visibilidad en la comunidad.
Para empoderarse, entonces, hay que deconstruir las subordinaciones interiorizadas. El empoderamiento implica desarrollar la capacidad crítica y de cuestionamiento, implica el auto-reconocimiento y el reconocimiento en las otras personas de los condicionamientos para cumplir con los mandatos de género que paulatinamente se han naturalizado. El empoderamiento nos lleva al protagonismo que puede trastocar el escenario público, porque es un proceso que desafía las relaciones de poder existentes, al tiempo que es un proceso para la obtención de un mayor control.
La estrategia del empoderamiento coloca en primer plano la cuestión de los derechos, el derecho a tener derechos, ya que se trata no sólo de que estos sean concedidos, sino de poder ejercerlos de manera activa y, sobre todo, incidir en las decisiones que afectan a esos derechos. Implica una gama extensa de acciones que van desde la autoafirmación individual hasta la resistencia colectiva, la protesta y la movilización para cuestionar y desafiar las relaciones de poder.


Empoderamiento y liderazgo en las mujeres

Mujeres de clases sociales, ideologías políticas y nacionalidades diferentes se unen. ¿Qué las une entre sí? Después del encuentro, el mutuo reconocimiento de un malestar con el sistema, la estructura, el orden social, las une la ilusión de que juntas podrán instituir una estructura, un sistema, una sociedad, sobre la base de la visibilidad de hombres y mujeres en sus semejanzas y diferencias.
Después de darse el reconocimiento, sigue presente en el grupo la heterogeneidad de experiencias previas. Se presenta el dilema: la realización del proyecto propio (la realización de la autenticidad), frente a la realización del proyecto grupal que exige unanimidad. Se trata de un dilema, que genera culpa.
Hay un momento en el proceso grupal, en el que sus integrantes necesitan salir del dilema, en ese momento debiera surgir una líder.


¿Yo o nosotras?

Cada vez que se trata el fenómeno del liderazgo femenino aparece —lo que se supone como problema— la tensión entre el colectivo —nosotras— y la primera persona del singular —yo.


¿Por qué en los grupos de mujeres parece haber una particular dificultad para generar liderazgo?

Florida Riquer sostiene que la dificultad para generar liderazgos en los grupos de mujeres tiene que ver con la complejidad que entraña la redefinición y resignificación del sujeto «Mujer»; o sea, la generación de nuevos significados de la feminidad y, de paso, de los de masculinidad y su integración. Por otra parte, asume que se debe a una codificación sustantiva de las relaciones entre mujeres, y no solo con los hombres.
No es posible pensar en el reforzamiento de la presencia colectiva de las mujeres y el establecimiento de alianzas para la actuación pública, si no se establecen nuevas relaciones entre las propias mujeres. Reconocer en otras mujeres las características propias y respetar las diferencias promueve la confianza y la decisión de tomar decisiones propias, con el apoyo de otras. Esta relación tiene un contenido político.
Lo personal es político: esta consigna transformó el concepto de lo político porque señaló como tal todo lo que aconteciera en la relación a dos o más, ignorando la ley codificada.Esta consigna y esta categoría nos abrieron a las mujeres espacios de realidad tan grande como la del patriarcado. La práctica del «partir de si», fue significativa en la teorización política del feminismo. Las feministas han hecho hincapié en cómo las circunstancias personales están estructuradas por factores públicos, por leyes sobre violación y aborto, por el estatus de «esposas», por políticas relativas al cuidado de las criaturas y por la asignación de subsidios propios del estado del bienestar, y por la división sexual del trabajo en el hogar y fuera de él. Por tanto, los problemas «personales» sólo se pueden resolver a través de medios y de acciones políticas.


El mito de Antígona: cuando lo personal es política

La tragedia de Sófocles titulada Antígona nos habla de una joven condenada a morir enterrada viva por enterrar ella el cuerpo de su hermano en contra de las leyes de la ciudad.Ella le enterró por amor, porque quería honrarlo en reconocimiento de que tanto ella como su hermano eran hijos de su madre. No lo hizo para tener poder sobre, sino que lo hizo desde un poder interior, por amor a su hermano, por amor al hijo de su madre.


Genealogía de Antígona

Antígona, hija de Edipo y de Yocasta. Antígona, hija y hermana de Edipo, rey de Tebas, concebida por la madre de éste, Yocasta. Cuando su padre, Edipo, se cegó y marcho al exilio, Antígona le acompañó hasta Colono. Después, la joven volvió a Tebas y allí vivió en compañía de su hermana Ismene. Allí fue testigo de la guerra civil que sacudió la ciudad: como comandante de las fuerzas defensoras figuraba su hermano Eteocles y, como uno de los jefes invasores, su otro hermano Polinices. Ambos murieron enfrentados en una lucha fratricida. Su tío Creonte, que ostentaba el mando tras el fallecimiento de Eteocles, tributó honras fúnebres a éste pero prohibió que Polinices fuera enterrado. A pesar de que Ismene intento disuadirla, contraviniendo la orden, Antígona arrojó un puñado de polvo sobre el cadáver de Polinices para cumplir con la obligación religiosa no escrita de dar sepultura a los muertos, y sobre todo a los parientes.
Antígona se enfrenta a dos nociones del poder y del deber: al de la familia, caracterizado por el respeto a las normas religiosas, y al poder civil y político, caracterizado por el cumplimiento de las leyes del estado.
Creonte, enterado de que Antígona ha dado sepultura a su hermano, le pregunta: «¿Entonces te atreviste a transgredir estas leyes?».
El cumplimiento del rito funerario es el que posibilita que ella se muestre en duelo; que ese duelo íntimo, personal, se haga ostensible, se haga público.
Después de todo, Antígona solamente cumplía con lo que la sociedad le había enseñado y esperaba de ella: que se ocupara de su familia, de los enfermos (como lo hizo con su padre siendo aún niña) y también de los muertos. Pero también le habían enseñado que debía obedecer al varón (tío en función paterna y rey).
¿Cómo hacer para cumplir los dos mandatos? Si elegía obedecer a los dioses, honrar a sus muertos, satisfacía a su Superyó, aplacaba la «culpa trágica», pero moría.
Si obedecía a Creonte, traicionaba a su sangre, y a los dioses..., a ella misma. Su conciencia moral la perseguiría eternamente, y no podría estar con los suyos.
¿Qué nos dice Freud ante este conflicto familia-sociedad, privado-público con relación a las mujeres?

«Las mujeres representan los intereses de la familia y de la vida sexual; la obra cultural, en cambio, se convierte cada vez más en tarea masculina, imponiendo a los hombres dificultades crecientes y obligándolos a sublimar instintos, sublimación para los que las mujeres están escasamente dotadas».

Este superyó más débil debe comprenderse como resultado de la imposición sobre las mujeres de la ley patriarcal —si estamos excluidas, no tenemos presencia, no podemos capacitarnos ni tener representación psíquica. La teoría freudiana en su contenido revela, con profundidad y de forma más completa que otras teorías psicológicas, el tipo de miserias y sufrimiento que las mujeres tendremos mientras vivamos bajo la Ley del padre. Esta ley plantea una relación donde la orden del padre ha estado privilegiada. La madre sólo se nos muestra llevando en brazos al hijo que será el heredado.No hay madres que lleven en brazos a sus hijas. Las hijas no heredamos de las madres. Es tal vez un cambio en dar visibilidad a padres y a madres, a hijos e hijas.
Judit Butler —en El grito de Antígona—se pregunta:«¿Qué pasaría si el psicoanálisis hubiera tomado a Antígona, en lugar de Edipo, como punto de partida?». Freud no lo hizo, pero sí otras psicoanalistas tomaron en cuenta la figura de Antígona. En concreto, Luce Irigaray, que nos dice de Antígona: «Siempre vale la pena reflexionar sobre su ejemplo como figura histórica y como identidad e identificación para muchas niñas y mujeres de hoy. En esta reflexión, debemos escuchar lo que ella tiene que decir sobre el gobierno de la polis, su orden y sus leyes».
Es totalmente legítimo admitir que Antígona realmente vivió ante los ojos admirados de Sófocles: una mujer o algunas mujeres hicieron, sin duda, algo relevante políticamente, pero relativamente incomprensible, algo que Sófocles vio, recogió y transformó en su lectura de lo que una mujer hace en ciertas contingencias históricas.
Para Ana Buttarelli, en su Antígona, la chica piadosa, nos dice que está convencida de que Sófocles vio mujeres que se comportaban como él mostró a Antígona, pero no las reconoció como coautoras, no les hizo contar su historia, sino que las asimiló a otra lógica, que es la que sostiene el equilibrio de toda la tragedia: la razón de las relaciones de fuerza.
Antígona sigue siendo actual. En ella aparecen la dialéctica de los sexos, de las generaciones, de la conciencia privada y del bien público, de la vida y de la muerte, de lo mortal y de lo divino.
Sófocles, al describirnos a Antígona, estaba describiendo a mujeres que tenía cerca, próximas. Eran otras realidades que él observaba.


¿Cómo nos describe Sófocles a Antígona?

A pesar del rol totalmente desvalorizado de la mujer en la polis griega, aparece esta figura femenina heroica, una muchacha, huérfana, desamparada, que había acompañado a su padre en el calvario del exilio y que acababa de ser testigo de una guerra civil en la que habían muerto sus dos hermanos, y que se enfrenta a la autoridad política y familiar que representa su tío y tutor Creonte, segura de que, pese a desafiar la ley, está cumpliendo con su deber.
Ambos personajes, Antígona y Creonte, encarnan las dos figuras simbólicas de los roles que la sociedad adscribía a las mujeres y a los hombres: la ley de la familia, oponiéndose a la ley del estado, la ley patriarcal.
Antígona teme más al castigo de los dioses que al de Creonte. Su amor por su hermano, sus muertos y la fidelidad a ellos son sus valores.
Pero Antígona no solamente amaba, sino que también pensaba. ¿«Y tú no sientes vergüenza de pensar de manera diferente a estos?», le dice su tío Creonte.
Lo «subversivo» de Antígona es que no sólo se animó a pensar, y a expresar en palabras, con argumentos lógicos, que para ella tenían tanta fuerza de ley como los de su tío, sino que además pensó «distinto». Se opuso, de palabra y de acción, a una orden impartida por el hombre que concentraba en sí todos los poderes, y del cual ella dependía: tío en función paterna y rey.
Y lo hizo por amor a un hermano.
Dice la heroína de este mito: «No nací para corresponder con odio, sino para corresponder con amor».
Antígona se anima a transgredir un orden dado, y funda así uno nuevo: el del ejercicio de su libertad. Su vida tiene sentido vivirla dentro de los límites de la justicia, del ejercicio de sus derechos. Se opone a la violencia que le impide ser. Su acto tiene una resonancia social que se realimenta con una lectura crítica de esta obra. Y ése fue el intento. Las Antígonas actuales son todas aquellas mujeres que reaccionan frente a una situación de injusticia: ya sea a nivel familiar como social.
En el siglo XX, María Zambrano reescribió la tragedia de Sófocles en su obra La tumba de Antígona. La reescribió marcada por dos guerras patriarcales de ese siglo: la Guerra Civil española y la Segunda Guerra Mundial, y por las consecuencias que habían tenido ambas en la vida de su hermana Araceli, cuya experiencia inspiró el personaje de Antígona. A la tragedia griega, María Zambrano le cambió el final. Antígona no murió en su tumba (en la que Sófocles había decidido que se suicidaría, ahorcándose), sino que sigue viva en ella.


¿Por qué salvar a Antígona?

María Zambrano pone la salvación, la revitalización, casi la posibilidad de salir del círculo macabro, mortal, de la cultura, digamos patriarcal, que lo termina resolviendo todo en la guerra. Zambrano pone el acento en que Antígona no muere. Dice: «necesitamos que Antígona no muera, si realmente queremos crear un mundo nuevo».
Resulta evidente la necesidad de recoger la lógica amorosa que Antígona introduce y de llevarla a sus últimas consecuencias. «Fue la tejedora que en un instante une los hilos de la vida y de la muerte, los de la culpa y los de la desconocida justicia, lo que sólo el amor puede hacer.» En el sueño creador, María Zambrano dice que Antígona hace cosas «que solo el amor puede hacer»: dejemos sin codificar esta palabra, amor, no la llenemos enseguida de los significados que le damos en nuestra cultura. Tendríamos que detenernos a escuchar la indicación tal y como es: hay cosas que sólo el amor puede hacer.
Como Antígona, debemos abrir espacios para animarnos a cuestionar los discursos de sometimiento y abrir espacios de creación y de reflexión.


María Jesús Soriano Soriano
Col. 778


Bibliografía

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ZAMBRANO, María (1986). La tumba de Antígona.Barcelona:Anthropos.

(1)Conferencia presentada en las jornadas «Las mujeres, los mitos, la política y el poder».