¿Qué se esconde bajo el acto de quitarse la vida?

Los últimos informes de la Organización Mundial de la Salud (OMS, 2014) muestran la creciente frecuencia con la que muchas personas deciden poner fin a sus días. En 2012 las tasas de suicidio superaron en un 60% aquellas registradas 45 años atrás, y se prevé que en 2020 habrán aumentado otro 50%. Concretamente, en España el suicidio es la primera causa externa de muerte, duplicando el número de víctimas por accidente de tráfico (FSME, 2013). Asimismo, el suceso no solo afecta a la persona que lo lleva a cabo sino que, por cada muerte, se estima que unas seis personas quedan seriamente afectadas (OMS, 2014).



Estos datos ponen de manifiesto la imperante necesidad de dar a conocer la situación, así como de alcanzar una comprensión ajustada y global del fenómeno que permita abordarlo en su totalidad. No obstante, esta sensibilización no puede hacernos caer en el error de concebir el suicidio como un fenómeno contemporáneo. La capacidad para quitarnos la vida es inherente a la misma condición humana y nos provocamos la muerte por lo mismo que hace miles de años, de modo que su explicación no puede estar supeditada exclusivamente al momento histórico en el que se produce.

A lo largo de la historia el suicidio se ha concebido de formas muy distintas que respondían fielmente a los ideales y paradigmas imperantes de cada época. Sin ir más lejos, el escritor español Ramón Andrés muestra esta evolución histórica en su obra Semper Dolens (2015), donde se detallan los diferentes significados que la sociedad ha ido construyendo sobre el acto de suicidarse desde tiempos muy remotos.

A grandes rasgos, se podría decir que primero el suicida fue delincuente, después pecador y ahora un loco. Concretamente, en los antiguos poemas épicos homéricos el suicidio era un acto heroico hasta que Aristóteles acusa a quien lo hace de desertor por hurtar a su comunidad el esfuerzo que habían invertido en él. Posteriormente, bajo influencia del cristianismo, el suicidio se concibe como un pecado, pues Dios es quien decide sobre nuestras vidas. Sin ir más lejos, el término suicidio es un neologismo del siglo XVII fruto de una gran migración ideológica que otorga a la ‘muerte voluntaria’ una connotación reprobable y punible, pues el sufijo ‘cidio’ se agrega a las palabras con el significado de muerte violenta -homicidio, magnicidio y parricidio- (Andrés, 2015). Esta visión acusatoria junto con la sensación de desconocimiento que conllevaba la dificultad para encontrar una explicación sólida y aplicable a cualquier suicidio ha comportado que, durante muchos años, haya sido un fenómeno tabú o ‘problema silenciado’.

Durante los últimos años, la literatura del suicidio ha ido identificando numerosos factores que contribuyen al riesgo de llevarlo a cabo, frecuentemente clasificados en las siguientes categorías: demográficos, psiquiátricos, psicológicos, biológicos o sucesos vitales estresantes (Nock et al., 2008). Con ello ponen de manifiesto la complejidad de un fenómeno multifactorial de naturaleza bio-psico-social en el que cuantos más elementos se reúnan mayor será el riesgo de que la persona cometa un suicidio. De hecho, ninguno de estos factores estudiados ha demostrado tener la capacidad para predecir el fenómeno por sí mismo, ni siquiera estar presente en todas las víctimas, aunque algunos tienen altas prevalencias entre esta población.

Esta concepción responde fielmente a la actual tendencia de estudiar y comprender los fenómenos, generalmente, a través de su clasificación en base a unos criterios previamente establecidos. Sin ir más lejos, el complejo estudio del funcionamiento humano se orienta, en parte, a ubicarlo en un determinado diagnóstico y/o clúster de personalidad. De acuerdo con esta tendencia, la mayoría de los estudios sobre el suicidio ponen el foco de atención en los trastornos psiquiátricos como vía principal para su comprensión y predicción, siendo la depresión el diagnóstico más frecuente por su alta prevalencia. No obstante, ¿quiere esto decir que el noventa por ciento de los suicidios cuentan con una base patológica tal y como lo sugiere una significativa parte de la medicina psiquiátrica de las últimas décadas?, en caso que así fuera, ¿qué pasa con el 10% restante?, ¿existe algún aspecto común, atemporal y universal en todas las personas que han decidido dar este último paso?

Volviendo a adoptar una perspectiva histórica, el suicidio ha sido un acto bastante común entre grandes artistas quienes, frecuentemente, utilizaban sus obras para plasmar intensas dolencias. Sin embargo, este dolor no les impidió llevar a cabo una vida tremendamente productiva ¿permite la rigidez de una patología precisamente conocida por su intensa apatía, falta de interés y de energía llevar a cabo tal ritmo de vida? y, por tanto, ¿es la depresión la explicación de todo dolor psíquico intenso?

En esta misma línea se desarrolló la investigación de Edwin Shneidman, considerado ‘padre de la suicidología contemporánea’ por ser pionero en la atención y prevención del suicidio. Su extensa carrera basada en la aproximación fenomenológica a personas que deseaban suicidarse le llevó a concluir que el suicidio no es más que la forma de escapar de un dolor psicológico insoportable ocasionado por la frustración de una serie de necesidades psicológicas (Shneidman, 1993). En otras palabras, todos tenemos unas necesidades que, de no ser cubiertas, nos producen un sufrimiento denominado psychache o dolor mental. Cuando los niveles de psychache superan los límites tolerables es cuando aparece la percepción de que el suicidio es la mejor opción para ponerle fin. Estudios posteriores han demostrado empíricamente que algunas de las variables más asociadas al suicidio (e.g., depresión, desesperanza) infieren suicidio en la medida en la que están acompañadas de este sufrimiento (DeLise & Holden, 2009; Holden et al., 2001;  Troister et al., 2013).

Estas consideraciones conceden especial relevancia a las necesidades insatisfechas de la persona, el supuesto desencadenante de todo proceso hacia el suicidio. Existen necesidades que, en un momento y circunstancias determinadas, son cruciales para que la persona pueda continuar con su vida, de modo que el principal propósito de la actividad humana es satisfacerlas (Shneidman, 1993). Sin ir más lejos, las últimas aportaciones del suicidólogo sugieren apreciarlas como principal objeto de trabajo en la práctica clínica: “el remedio o propósito central de cualquier terapia para prevenir el suicidio consiste en abordar y mitigar las necesidades vitales frustradas del paciente para que, así, disminuya su dolor psicológico” (Shneidman, 2005, p.11). ¿Existen necesidades psicológicas por las que moriríamos? y, de ser así, ¿todos moriríamos por las mismas?, ¿qué necesidades insatisfechas evocan al suicidio?

Shneidman (1993) habla de las veinte necesidades identificadas por Murray (1938), añadiendo que cada persona las pondera de diferente modo y, en función de dicha ponderación, éstas serán modales (incapaces de producir un dolor intolerable) o vitales (por las que moriríamos); de este modo, según el autor, no todos moriríamos por las mismas. Joiner (2005) vuelve a instaurar el concepto de necesidad en el centro de atención para la comprensión integral del suicidio, no obstante, habla de dos necesidades desencadenantes de las ideaciones suicidas en cualquier persona: la de pertenecer y la de sentirse socialmente competente, esta última lleva a la persona a percibirse como una carga para los demás cuando no está cubierta. El aspecto común que se aprecia en ambos autores es el carácter interpersonal de las necesidades que contemplan, poniendo de manifiesto la naturaleza relacional y social del ser humano y su importancia. De hecho, la Teoría de la Autodeterminación (Deci & Ryan, 2000) sostiene que el bienestar psicológico está relacionado con la percepción de un funcionamiento psicológico sano basado en la adecuada satisfacción de las necesidades psicológicas básicas (autonomía, relación y competencia), tres necesidades con un fuerte componente interpersonal y que, a su vez, han demostrado contribuir al riesgo de suicidio (Britton, Van Orden, Hirsch & Williams, 2014).

Por otro lado, este mismo año las estadísticas han revelado que varios de los países con mayor índice de felicidad tienen, al mismo tiempo, las tasas de suicidio más elevadas (ONU, 2016). Este sorprendente dato se atribuye a que las personas no medimos el bienestar en términos absolutos sino comparativos. La valoración de nuestro propio funcionamiento siempre se desempeña dentro de un marco que lo constituye nuestro entorno, poniendo de manifiesto la importancia de la experiencia subjetiva más allá de características o indicadores estandarizados, así como de su carácter interpersonal siendo los agravios comparativos -más o menos reales- los que pueden suscitar el hundimiento de una persona. Los bajos índices de suicidio en los países del tercer mundo, sin ir más lejos, podrían responder a esta misma apreciación.

¿Qué papel juegan las emociones en nuestra experiencia subjetiva y en nuestra relación con los demás? Según Lizeretti (2012) el concepto de emoción y el de necesidad están inherentemente vinculados. Sin ir más lejos, las emociones no dejan de constituir aquella fuerza central que nos impulsa a comportarnos para satisfacer nuestras necesidades, tal y como su propia terminología indica (‘emotion’: impulso, movimiento hacia). De modo que las emociones se desencadenan a partir de un estado de necesidad y, tal y como indica la autora, para efectuar adecuadamente el proceso emocional es necesario experimentar emociones auténticas, aquellas que nos moverán a satisfacer las necesidades reales. Cuando, por el contrario, la persona no experimenta la emoción auténtica, la energía emocional se dirige hacia otra emoción (emoción parásita) que impulsará hacia comportamientos que no se dirigen a resolver el estado de necesidad. En esta línea, la literatura ha demostrado que la satisfacción vital está relacionada con la inteligencia emocional (Augusto Landa, López-Zafra, de Antoñana & Pulido, 2006), así como también lo están la calidad de las relaciones sociales (Schutte et al., 2001; Brackett, Mayer & Warner, 2004) y ciertas alteraciones afectivas como la ansiedad (Lizeretti & Extremera, 2011; Lizeretti, & Rodríguez, 2012; Lizeretti, Vázquez & Gimeno-Bayón, 2014) y la sintomatología depresiva (e.g., Fernández-Berrocal, Extremera & Ramos, 2003; Lizeretti, Extremera & Rodríguez, 2012; Lizeretti, Oberst, Chamarro & Farriols, 2006; Salguero & Iruarrizaga, 2006). Estos datos nos llevan al siguiente planteamiento ¿podría la falta de habilidades emocionales dificultar el reconocimiento de las necesidades psicológicas vitales y su consiguiente satisfacción?

Otros estudios empíricos han demostrado que la falta de habilidades para regular las emociones está significativamente asociada tanto a las tentativas suicidas (Gratz & Roemer, 2008) como a las ideaciones suicidas (Orbach, Blomenso, Mikulincer, Gilboa-Screchman, Rogolsku & Retzoni, 2007). Todo ello incita a reflexionar sobre la importancia de cómo respondemos emocionalmente ante los diferentes estados internos o externos -a las decepciones, pérdidas, rupturas, etc.-, de las habilidades para gestionar adecuadamente nuestro mundo afectivo e identificar estrategias adaptativas de afrontamiento. El suicidio deriva de un largo proceso, no es un acto aislado. Éste se va alimentando de un sufrimiento relacionado con la forma en la que hemos ido respondiendo emocionalmente a las situaciones durante nuestra trayectoria. Cuantas más habilidades de respuesta y de reparación posterior tengamos, más hostiles y desfavorables deberían ser las circunstancias para llegar a desatender nuestras necesidades y considerar la opción del suicidio. Es por este motivo que sería interesante explorar los efectos de intervenciones basadas en el desarrollo de las habilidades emocionales como estrategia para la prevención del suicidio en la práctica clínica y/o educativa.

No debemos perder de vista que todos podemos sentirnos desbordados bajo determinadas circunstancias en las que nuestras necesidades más básicas se vean truncadas. A veces no somos conscientes de que, en situaciones adversas, todo ser humano es susceptible de quitarse la vida pues, por nuestra propia condición, todos tenemos necesidades a satisfacer más allá de lo meramente fisiológico. Volviendo a las sugerentes aportaciones del escritor español, somos vulnerables, porque somos seres dolientes.



Cristina Bonet Mas. Nº col. 24330
Grupo de trabajo en Inteligencia Emocional
del Col·legi Oficial de Psicologia de Catalunya




Referencias:

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