Lo que los focos no iluminan
Se
cumplen cuarenta años de la celebración en
Barcelona del II Congreso Mundial de
Psiquiatría Biológica, donde su presidente, el
Dr. Obiols, marcó la política a
seguir: «La psiquiatría biológica no
aspira a ser una parte de la psiquiatría,
sino toda la psiquiatría». No es poco lo que ha
conseguido durante todos estos
años: copar la academia y clínica oficiales; sin
embargo, sus méritos no son
otros que haberlo conseguido por devenir en una disciplina de poder. En
paralelo, son muchas más las psiquiatrías y
psicologías que se están
desmarcando del reduccionismo biológico como pensamiento
único.
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Como
prueba de que hay conocimiento más allá de los
discursos oficiales, se presenta
la publicación por Xoroi Edicions de un
nuevo libro de su colección La
Otra psiquiatría –dirigida por
J.Mª Álvarez y F.Colina– y que lleva por
título Cosas que tu psiquiatra nunca te
dijo. En este
trabajo, escrito al alimón por Javier Carreño y
Kepa Matilla, no hay puntada
sin hilo en beneficio del rigor de las ideas a las que van llegado,
tras el
estudio de la historia y clínica de las
sintomatologías psíquicas. Son ideas
li(e)bres. Ideas libres que corren como liebres. Ideas liebres porque
corren
libres de grasa ideológica y conflictos de intereses extra
clínicos. Ideas
libres porque son como liebres: pura fibra para huir veloces de las
servidumbres del cientificismo, pues son ideas que van más
allá de las guías
clínicas oficiales y protocolos de obligado cumplimiento que
amordazan el
criterio propio de la experiencia clínica. Los
autores quieren «mostrar lo
que tu psiquiatra no te dice,
pero sí publica en las revistas científicas
más prestigiosas. Por tanto, solo
intentamos acercar a un público más general las
conclusiones de dichos trabajos
que, precisamente, ponen en
cuestión las
supuestas |
certezas
y evidencias del
campo de la psicopatología».
J.
Carreño y K. Matilla sostienen que «la locura y la
neurosis son defensas ante
la angustia, formas de estar en el mundo, en el lenguaje y la
cultura».
Posiciones subjetivas, más o menos estables a lo largo de la
historia, que
manifiestan el malestar inherente a la condición humana.
Malestar que ha sido
relatado, estudiado e interpretado por tirios y troyanos. Montaigne,
por
ejemplo: «Entre otras pruebas de nuestra
flaqueza, no
olvidemos ésta: el ser humano no es capaz, ni siquiera con
el deseo, de
encontrar lo que necesita; no ya con la posesión sino ni
siquiera con la
imaginación, podemos ponernos de acuerdo en qué
precisamos para darnos por
satisfechos». En el capítulo II nos refieren la
inconsistencia de los
diagnósticos de nuevo cuño –«etiquetas
top», escriben los
autores– en los que han sido agrupados –con
más ideología que teoría–
las
manifestaciones sintomáticas del malestar. En los
capítulos III y IV se
cuestiona la aplicación de la medicina basada en la
evidencia al estudio y
tratamiento del padecer subjetivo, cuyo resultado es la ciencia
ficción que
pretende dar carta de naturaleza a las 500 enfermedades mentales que
figuran en
el nuevo DSM. En el capítulo V, los autores nos refieren
otros posibles
diagnósticos más acordes con la fragilidad del
ser humano. Y en el capítulo VI
se dedican a la elucidación de los tratamientos: los
ansiolíticos, los
neurolépticos, los antidepresivos, la Terapia
Electroconvulsiva y, finalmente,
nos hablan sobre la eficacia de las psicoterapias,
centrándose en el
psicoanálisis por ser la referencia teórica y
clínica de los autores.
Rebobinando. De los síntomas
históricos que expresan la aflicción
consustancial de la vida, nuestros autores
destacan la locura, la tristeza y la angustia, y nos
refieren cómo su psiquiatrización
los ha
elevado a la categoría de enfermedades mentales que
requieren ser
medicalizadas. Dicho y hecho. El remedio, los antidepresivos, por
ejemplo, han
conseguido llamar depresión a la tristeza, incluso cuando no
se supera y ya es
melancolía. Otro tanto ha pasado con la angustia que se ha
diluido en la
ansiedad porque el remedio se llama ansiolítico. Sin
embargo, como señalan los
autores, la angustia ha sido siempre la protagonista de toda la
psicopatología.
Se expresa en el cuerpo, en la obsesión, en las fobias, en
la anorexia, la
bulimia y los suicidios. Cito a los autores: «Es frecuente y
conocido desde la
antigüedad que enfermedades de la piel como la psoriasis, los
eccemas, las
dermatitis suelen estar desencadenadas y mantenidas por la angustia.
(…)
También la piel de dentro, el ectodermo de las mucosas del
aparato digestivo o
incluso el epitelio de las vías espiratorias son nichos para
la angustia.
Famosas son las gastritis, las colitis, el asma o el reciente
síndrome de colon
irritable que florecen con la angustia. Lista a la que podemos
añadir las
cefaleas, los dolores genitales, los dolores generalizados y las
contracturas
musculares e incluso la fibromialgia, un dolor absoluto, errante,
fluctuante,
irregular... ».
Las «etiquetas top»,
a
las que se refieren nuestros autores, son los nuevos nombres de
enfermedades
mentales o sambenitos que, lejos de estar en la naturaleza del ser
humano han
salido de la chistera de la ideología biomédica:
esquizofrenia, trastorno bipolar,
TDAH y la patología dual. Dicen
nuestros autores: «La llamada esquizofrenia con la que nos
formamos, la de los
pacientes crónicos que atendemos desde el principio de
nuestra práctica, no es
en realidad el verdadero rostro de la locura, sino el rostro de una
locura
maquillada de neurolepsis. Una locura barnizada con el colorete de lo
colinérgico, los labios de la acatasia y el rímel
del aturdimiento. Una locura
de un déficit provocado por los cosméticos. Una
enfermedad no hereditaria sino
adquirida... ».
¿Dónde está la
evidencia
científica en hacer de cada síntoma o
síndrome una enfermedad mental con
marcadores biológicos no demostrados? Para argumentar las
posibles respuestas,
Carreño y Matilla nos dicen que han recurrido a los estudios
publicados en las
revistas más prestigiosas de las psiquiatrías.
«Nuestra sorpresa ha sido
mayúscula cuando hemos comprobado que gran parte de las
opiniones imperantes en
las psiquiatrías, que tanta evidencia habrían
encontrado, también atesoran
otros tantos estudios que demuestran que dichas opiniones no son
más que
falacias. Estas son las cosas que tu psiquiatra nunca te dijo,
aquellos
estudios que ponen en cuestión la ideología
vigente». Analizando las escalas,
los ensayos clínicos, la supuesta fiabilidad de los
diferentes DSM, así como la
trastienda de los consensos entre sus redactores, nuestros autores
llegan a la
conclusión de que «no podemos decir que los DSM
estén sustentados en la
evidencia científica (…) En
psiquiatría no hay pruebas de laboratorio mediante
las que decidir si alguien padece o no un trastorno. Todos los estudios
sobre
marcadores biológicos han resultado ser una
pérdida de recursos y de
tiempo.(...) Esto hace que los diagnósticos dependan de
juicios subjetivos
fácilmente influenciables por diversos grupos de
presión».
Respecto de la elucidación de
los tratamientos, los autores nos recuerdan que no curan porque no
restablecen
equilibrio químico alguno, ya que no existen desequilibrios
en las causas sino
en las consecuencias de paliar los síntomas con dosis de
phármakon que no
tienen en cuenta la lábil frontera entre remedio y venero. A
esta iatrogenia
inicial hay que sumarle la que se deriva de los tratamientos de por
vida. Tratamientos
que, no simplemente cronifican el malestar sino que ignoran el abc de
toda
droga: su principio psicoactivo es puntual y a partir de
allí cada vez hay que
tomar más para sentir cada vez menos. En el decir de los
autores: «Los antipsicóticos,
incluso los modernos, provocan la misma anormalidad en el cerebro que
la droga
conocida como polvo de ángel».
Del estudio de los trabajos
publicados sobre los neurolépticos, Carreño y
Matilla nos refieren que existen
muchos mitos en el tratamiento de la locura: el mito de la base
biológica de la
locura, el mito del desequilibrio químico, el mito de la
evolución deficitaria,
el mito de que los antipsicóticos facilitaron el vaciado de
los manicomios
cuando es a la inversa, el mito de la eficacia de los
antipsicóticos, el mito
de la medicación a largo plazo. Después de la
lectura de lo que sus autores
llaman «la verdad de los efectos secundarios», se
evidencia que hay un mayor
conocimiento de las nefastas consecuencias de los remedios que de sus
causas,
pues los efectos biológicos negativos de los
psicofármacos son un hecho
comprobado y comprobable, es decir, un hecho científico;
mientras que la
causalidad biológica de la psicopatología sigue
sin serlo. A lo sumo es una
expectativa de la medicina basada en mitos con la que se pretende
vender la
piel del oso antes de cazarlo.
«Como resume Bentall,
–escriben los autores– si los
antipsicóticos producen gravísimos efectos
secundarios, si a muchos pacientes con un primer episodio les va bien
sin
medicación, si otros tantos no responden a ella a pesar de
que se aumente y si
los pacientes que la toman durante años se han vuelto
más sensibles al estrés,
¿por qué los servicios psiquiátricos
modernos siguen teniendo tanta fe en los
antipsicóticos? (…) Los clínicos
deberían valorar la utilidad del efecto
sedativo de los neurolépticos en determinadas
circunstancias, limitar su uso en
el tiempo y, sin duda, explorar el camino de la psicoterapia y la cura
por la
palabra».
Sobre los antidepresivos, y al
hilo de las investigaciones analizadas, nuestros autores llegan a la
evidencia
de que hay dos hechos incontestables: no hay pruebas
científicas de que el
síndrome depresivo se deba a ningún estado
deficitario y, por lo tanto su
medicalización no restablece el equilibrio
químico sino que lo altera,
«abriendo la posibilidad de un enorme efecto rebote tras la
retirada del
fármaco», y no como recaída del
paciente por desadherirse del remedio que no es
tal, pues su efectividad es equivalente al placebo e inferior a la
psicoterapia.
«Pero ademas, –cito a los autores– al ser
drogas activas, tienen una serie de
efectos secundarios un tanto desagradables como la tensión,
la extrañeza, la
agitación y la inquietud que pueden llevar a un sujeto a
cometer actos
violentos como el
suicidio o el
homicidio». En paralelo, la medicalización sine
die del síndrome
depresivo, está generando un nuevo problema de salud
pública al hacerse
refractario al tratamiento, más cíclico y, por lo
tanto, crónico.
Puestos a ficcionar un manual
que refleje la realidad de los nuevos problemas
psiquiátricos, los autores
consideran que bien podría escribirse un «Manual
xenodiagnóstico de
trastornos en homo sapiens», con un importante
subgrupo: «Trastornos
debidos al consumo de psicofármacos en humanos».
Un trastorno grave seria «la
neuroleptofrenia. Es decir, un cuadro abigarrado de psicosis
crónica,
distonías, discinesias, aumento de peso, bradipsiquia y
apatía fruto del
mantenimiento sine die de tratamientos
neurolépticos y el trato
institucionalizado». En segundo lugar figuraría el
«trastorno mundo benzo»,
basado en «problemas de memoria, abulia, torpeza y
sedación... ». Además de las
benzodiacepinas también entrarían en este
trastorno «los antidepresivos más
sedantes participando en el cortejo sintomático con una
suerte de anorgasmia,
disfunción de la libido y anestesia afectiva». Un
subgrupo podría denominarse
«benzo en abuelas. Una pléyade de
caídas, deterioro cognitivo, torpezas,
fracturas de cadena, agitaciones y alucinaciones se han cebado con los
mayores
siendo en ocasiones peor el remedio que la enfermedad. (…)
En tercer lugar, la
extraña proliferación de desórdenes
afectivos unidos a tratamientos. Se podría
llamar el trastorno tripolar, ya que por encima de la
clásica división
manía-depresión ha sobrevenido sobre la especie
humana cuadros de cicladores
rápidos, reacciones maníacas, cuadros mixtos e
intentos de suicidio extempóreos
quizás cebados por antidepresivos, litio y sus combinaciones
a veces
enloquecidas». Como dijo Abel Novoa desde la plataforma NoGracias:
«La
biomedicina se ha convertido en un enorme fracaso social y en un
problema de
salud pública».
De perdidos al río
podría ser el subtítulo del capítulo
que los autores dedican a estudiar las
posiciones a favor y en contra de la Terapia Electroconvulsiva. Resulta
paradigmático que oficialmente se diga que la
química es efectiva pero que si
no lo es se pruebe con la seguridad y efectividad de la
física. Máxime cuando
«muchos de los promotores de la TEC tienen
vínculos económicos con empresas que
fabrican estas máquinas». Después de la
investigación realizada, nuestros
autores concluyen diciendo: «Nos cuesta trabajo comprender
cómo en la
actualidad, en la mayoría de los hospitales, al menos en
nuestro país, se sigue
aplicando con gran entusiasmo. Está claro que siempre se
aduce un criterio
pragmático basado en la experiencia práctica de
quienes la utilizan: “cuando
nada funciona con determinadas personas, la TEC produce efectos
extraordinarios”. Sin duda, hemos mostrado cómo la
pérdida de memoria y la
deshumanización gracias al daño cerebral que
provoca, parece ser la responsable
de que uno se olvide incluso hasta del dolor que le produce la
existencia. Por
eso, resulta sorprendente que con estos datos encima de la mesa se siga
pensando que puede ser mínimamente beneficiosa».
A la hora de medir la eficacia
de las psicoterapias, y en especial la del psicoanálisis,
hay que tener en
cuenta dos preliminares. Uno: la metodología
científica aplicable a un fármaco
no tiene tan fácil traslación a las terapias de
la palabra. La subjetividad es
de cada cual y no tiene cabida en las escalas, los ensayos y las
mediciones.
Dos, y en el caso concreto del psicoanálisis,
¿cómo compararlo con los
tratamientos biomédico-congnitivos-conductuales, si no parte
ni comparte con
ellos que la eficacia clínica se acote a la
eliminación sistemática de los
síntomas? Sin embargo, nuestros autores aportan los estudios
que demuestran la
eficacia del psicoanálisis en el tratamiento de todo tipo de
síntomas
psíquicos, incluida la psicosis. Al tiempo que desmontan las
críticas de que es
un tratamiento caro y largo: «El NIMH, por ejemplo,
comprobó que si bien la
medicación y dos tipos de terapia breve resultaban
beneficiosos, con el paso
del tiempo ese beneficio iba decreciendo», mientras que el
psicoanálisis es
eficaz a largo plazo. «Cuando se ha comparado la psicoterapia
psicoanalítica a
largo plazo con el psicoanálisis, se ha descubierto que la
primera producía
mejores resultados tras tres años mientras que el segundo
mostraba ser superior
después de cinco años de seguimiento.
(…) El trabajo que se realiza sesión tras
sesión suma para que en un futuro las cosas que le puedan
ocurrir al sujeto las
viva de otra manera». El trabajo requiere tiempo, pero no porque el tiempo lo cure todo, sino porque toda
cura necesita tiempo. Y en nuestro quehacer psi ese tiempo, por
excelencia, es
el tiempo de elaboración.
En sus palabras finales,
Carreño y Matilla nos dicen que esperan que su libro quede
«como un informe
en minoría que junto a otros trabajos pueda ir
configurando una opinión
mayoritaria para la construcción de una disciplina
más humana y sensata».
Teniendo en cuenta la muy extensa
bibliografía de la que han tomado los hilos
argumentales para construir,
puntada a puntada, un discurso propio, bien puede decirse que ni
están solos ni
en minoría, ya que, por nombrar a los más
críticos con lo que los focos no
iluminan, les acompañan D.
Healy, J. Read, L.R. Mosher, R.P. Bentall, J. Moncrieff, S. Timimi, G.
Berrios,
R. Whitaker, P.C. Gotzshe, J. Friedberg,
P.R. Breggin, H. Sackeim, R. Warner, I. Kirdch, etc.,
así como a los que
reconocen como sus maestros: Chus Gómez, J.M.
Álvarez y F. Colina. Y como dicen
éstos dos últimos en el prólogo de
este libro, «son
cada vez más los estudios que denuncian la falacia del
discurso cientificista
en el terreno psi. Todos sus principales apoyos son cuestionados y se
cimbrean
más de lo previsto: unos denuncian el artificio de las
clasificaciones
internacionales, otros la turbiedad de las investigaciones
neurobiológicas y la
mayoría ponen en entredicho la prometida eficacia de los
tratamientos
psicofarmacológicos y cognitivos».
Alberto
Manguel, en su ensayo La ciudad de las palabras. Mentiras
políticas,
verdades literarias, nos
anima «a
seguir el consejo de Kafka de aspirar sin poseer, de construir sin
trepar a la
cima: es decir, de saber sin exigir la posesión exclusiva
del conocimiento.
Quizá seamos todavía capaces de tales
cosas».
Carlos Rey
Psicólogo clínico y
psicoanalista
carlosry@copc.cat